sábado, 28 de septiembre de 2019

POEMA de JOSÉ CEREIJO








EXTENSAMENTE, el árbol abre sus brazos
a los pájaros, al aire, al sol,
a sus propias hojas, que pronto lo desertan.
Cuando, en invierno, el cielo esté vacío,
ha de seguir allí, aún los brazos abiertos,
acogedores también de esa inclemencia,
de esa intensa desnudez rigurosa.
No veas –no cometas ese error egoísta-,
en ese extraño gesto, una lección. Es algo
más puro y más profundo: una sabiduría.



 * * *


(de: Los dones del otoño - Edit. Pre-Textos, 2015)
(acuarela: Susana Benet)



miércoles, 25 de septiembre de 2019

VIAJE A MADRID





VALENCIA-MADRID (20 Abril 1918)

Llegamos a nuestras plazas en el vagón 10 y resultan ser de las que llevan viajeros sentados enfrente, o sea, de cuatro, las que más detesto. Parece que estés sentado en un tresillo (o cuatrisillo) frente a dos desconocidos con quienes no tienes nada que ver ni hablar o que te pueden toser en la cara o ponerse a comer un oloroso bocadillo mientras tratas de no prestar atención a sus mandíbulas.

Pero algo más preocupante sucedía en las correspondientes plazas. Los viajeros del otro lado del pasillo nos advierten, entre divertidos y alarmados, que debajo de uno de los asientos que debemos ocupar hay una cartera marrón de piel (como de negocios), sin que se sepa nada de su propietario. La noticia me alarma, me enfurece. Viajar en compañía de otros dos, cara a cara, y con una cartera sospechosa debajo de mi trasero.

Lamento que G no haya tenido más cuidado al comprar los billetes. Hay que evitar los de mesa compartida. No me gusta la gente y menos tenerla demasiado cerca. Me pasa lo mismo en los bares, en el cine o en el autobús. Cuanto más aislada, mejor me encuentro.

Por fin aparece una azafata fría y uniformada, con la reglamentaria coleta sujeta en la nuca, maquillada y con cara de pocos amigos. En cuanto le hablo del extraño maletín debajo del asiento, hace un aspaviento y gesticula con la mano como si quisiera espantar una mosca. No es asunto de ella, debo hablar con el revisor. Buscamos con la mirada y todos los viajeros con traje oscuro me parecen revisores, pero ninguno es el auténtico.

Me dirijo, decidida, al vagón cafetería, dispuesta a atrapar al revisor y plantearle nuestro problema. “No podemos ocupar un asiento bajo el que hay oculto un maletín anónimo”. Pero en el bar solamente hay clientes devorando bocadillos o pidiendo bebidas. Detrás del mostrador, junto a la camarera, descubro a la azafata con quien hablé anteriormente, con su pelo estirado hacia atrás y su reglamentario pañuelo al cuello. Le pido por señas que se acerque, y lo consigo, pero la respuesta es la misma. Tengo que  hablar con el revisor, lo del maletín no tiene importancia, alguien lo habrá olvidado, pero además, ha debido pasar por el control de acceso, por lo que no puede contener nada peligroso. Lo cual no me tranquiliza en absoluto. ¿Y si alguien lo ha colado por encima de la valla de la estación, clandestinamente? Nuestro vagón está al final del larguísimo andén que prácticamente queda fuera de la estación, muy cerca de unas obras y de una vallita de poca altura, compuesta por barrotes verticales entre los cuales se puede introducir cualquier objeto.

Regreso a nuestro vagón donde G espera pacientemente en pie. Los vecinos del otro lado del pasillo sueltan unas risas y dicen que han avisado a la azafata y que les ha dicho que vendrá alguien a recoger el bulto. Pero el tren avanza, ya lejos de la estación, y nosotros seguimos esperando sin que el necesario revisor venga a revisar nada.

Me aventuro por los vagones por si encuentro dos plazas libres donde instalarnos solos, y encuentro otro conjunto de cuatro donde solamente va sentada una pasajera con aspecto tranquilo. Al menos aquí seremos sólo tres viajeros y no hay ningún objeto perturbador bajo los asientos. Regreso a nuestro vagón inicial para avisar a G y darle la buena noticia, pero al acercarme, los viajeros del otro lado del pasillo exclaman: “¡Ya se lo han llevado!”. Era un hombre con aspecto de oficinista, trajeado, anodino, poca cosa. Se había cambiado de sitio, confesó, y se había olvidado el maletín.

Yo nunca me olvidaría el bolso en un vagón si me trasladase a otro. Y no tardaría como media hora en darme cuenta. ¿Para qué viaja con una cartera que en realidad no le importa? Me pregunto qué contendrá esa cartera marrón de piel, con cierre y hebillas, y qué contendrá el cerebro de ese hombre anodino que viaja con traje y corbata.

Me pregunto si será representante de baratijas y lleva el muestrario en la cartera. O tal vez un abogado con los expedientes de casos criminales, lo cual demuestra que es incapaz de custodiar la información de sus clientes. O todavía más arriesgado, un vendedor de joyería que abandona su valioso material porque se le ha ido la cabeza pendiente de la película mala que emiten en la tele, mientras consulta en su móvil la cotización del oro en bolsa.

Existen tantas posibilidades… ¿un novelista que viaja con su manuscrito? ¿un pedófilo que guarda fotos prohibidas? ¿un traficante de drogas camuflado tras la imagen de un mediocre hombre bajito?

Todo esto me pasa por la cabeza mientras saboreo un delicioso bocadillo de jamón en la cafetería, ante una burbujeante cerveza, mientras contemplo por la ventanilla la interminable llanura salpicada de fugaces olivos, viñas, encinas… Y al dar un bocado al crujiente pan, me viene a la cabeza otra posibilidad. Tal vez la elegante cartera sólo contiene eso, un bocadillo preparado por una esposa hacendosa, envuelto en papel de aluminio y bla, bla, bla… 

Dejo de dar vueltas al asunto y me centro en la visión de las suaves colinas que aparecen y, de pronto, se esfuman bajo un cielo manchado de nubes blancas.


(20-4-2018)

(de: Cuaderno de viajes - Inédito)

(fotografía: Susana Benet)


domingo, 22 de septiembre de 2019

HAIKU








A cada vuelta
del tiovivo, mi padre
diciendo adiós.








(fotografía: Susana Benet)


jueves, 19 de septiembre de 2019

POEMA de ADAM ZAGAJEWSKI











CONVERSACIÓN

Allí donde se ve tal vez que realmente
la Tierra es redonda: una senda estrecha
en medio de campos idílicos tras la ciudad,
en el horizonte un trozo de la torre de la iglesia,
cortada sin piedad por colinas lejanas,

alisos sobre un arroyuelo turbio
y en el agua una Elodea canadensis
(que es una planta invasora)
y trozos de platos de porcelana,

por allí solía pasear con mi padre (madre,
claro, no salía a hacer largas excursiones),
en otoño o en primavera, cuando los árboles
eran felices por un instante.

Sólo ahora, así me lo parece,
estoy cerca de encontrar el tono adecuado,
sólo ahora sabría hablar con mis padres,
pero no puedo escuchar sus respuestas.


* * *


(de: Asimetría – Ed. Acantilado, 2017)

(fotografía: Susana Benet)



domingo, 15 de septiembre de 2019

HAIKU







Princes Street.
Comparto fish and chips
con la gaviota.









(fotografía: Susana Benet: Edimburgo, 2016)



jueves, 12 de septiembre de 2019

LA TORMENTA





LA TORMENTA

Me despertó la lluvia esta mañana, repicando en los tejadillos, en los toldos, en los metales. Por fin, la lluvia. Tras un verano agobiante que resecó el suelo y aletargó las plantas, ahora todo revive en las hojas brillantes, empapadas. Están limpios los árboles, las húmedas aceras, la tierra de los setos. También se han abierto inquietos los paraguas que entrecruzan sus vistosos colores por la avenida. El viento también despierta las ramas cabizbajas, las agita y eleva sin violencia. Aproxima de pronto las copas de los ficus que crecen en el pequeño parque, donde ya no resuenan gritos ni súbitos ladridos. Todo es calma. Solamente el rítmico goteo del agua en el asfalto, como una dulce cantinela que inunda el aire. También se escuchan, de vez en cuando, muy lejanos, los truenos como voces veladas por las nubes.

Después de la tormenta quedan charcos plomizos, apacibles estanques donde alguien contempla su imagen reflejada sobre un cielo invertido, donde las vagas siluetas de los árboles parecen sumergirse en un profundo sueño.





(fotografía: Susana Benet)




lunes, 9 de septiembre de 2019

HAIKU








Una libélula
posada junto al río.
Luz detenida.










(fotografía: Susana Benet)



viernes, 6 de septiembre de 2019

HAIKUS de RAFAEL FOMBELLIDA








Al fin desciendes,
luna de la montaña,
a mi colchón.


Ya lo presiente
tu corazón de caña,
¡vuelas, canoa!


Un año, otro,
florece la amapola
junto al estiércol.


Con sus rodillas
la chica dio dos lunas
a la penumbra.


Sacando punta
al lápiz, el otoño
se vino a casa.


Montaña roja.
Morado el abedul,
aún tiritando.


***



(de: Montaña roja - Ed. Prensas Universitarias de Zaragoza, 2008) 

(acuarela: Susana Benet)



martes, 3 de septiembre de 2019

HAIKU







Un surtidor
en medio del estanque.
No duerme el agua.












(fotografía: Susana Benet "El Retiro")