lunes, 6 de diciembre de 2010

RELATO


VISITA AL MUSEO

Con el cambio de hora anochece más pronto y crece la oscuridad sobre las estrechas calles del barrio histórico, por las que avanzo en dirección al museo, arrastrando la pierna izquierda que me anuncia tormenta.

Atravieso una plazuela donde unos eternos patos lanzan sus monótonos chorros sobre la fuente y me interno en una callejuela hundida entre muros de antiguas iglesias y conventos. Al elevar la mirada, contemplo los cuerpos retorcidos de unas gárgolas, que me observan burlonas desde lo alto.

Un hombrecillo me adelanta por la acera rozándome con su paraguas abierto, a pesar de que del cielo no cae una gota. De pronto se detiene interrumpiendo bruscamente mi paso. Furioso, le adelanto bajando con dificultad de la acera y lanzando una turbia mirada a su robusto rostro sobre el que destaca un rizado bigote pelirrojo. Algo en él me sobrecoge, por lo que me apresuro para dejar atrás al incómodo transeúnte. Aunque soy de baja estatura a causa de mi escoliosis, el hombre en cuestión me parece un enano.

A los pocos minutos llego al museo y accedo con prisa a la galería. Es tarde. Falta sólo media hora para que cierren. Tal vez por eso las salas aparecen desiertas. O porque el arte, en los tiempos que corren, no atrae más que a una minoría de fieles, entre los que me encuentro. Mientras avanzo, mi paso irregular retumba en las baldosas. Contemplo unos paisajes de apagados contornos y cielos grises, que se repiten con ligeras variantes, como fragmentos de un mismo panorama. “El arte está en un callejón sin salida”, me digo decepcionado.

Termino el recorrido en una pequeña sala donde unos cuadros de grandes dimensiones llaman mi atención. Están pobladas por extraños personajes que parecen traspasar el lienzo con el ímpetu de sus cuerpos gesticulantes. Reparo entonces en uno de ellos porque su rostro me resulta familiar. De pronto me doy cuenta de que acabo de verlo hace unos instantes. No cabe duda, se trata del hombrecillo del paraguas, aunque aquí aparece medio desnudo, con su enorme cabeza reluciente y sosteniendo un pincel que gotea sobre el suelo.

Noto que alguien se ha detenido a mis espaldas, pero decido no girarme y sigo contemplando la pintura, atraído por la extraña escena que tengo ante los ojos. El hombrecillo acaba de pintarle el cabello a una joven en una fría habitación. Por la ventana entreabierta un rostro se asoma al interior con descaro. Al fondo se extiende un paisaje invernal.

Estoy incómodo al sentir tras de mí la presencia de alguien que parece interesado en la misma pintura, pero decido permanecer inmóvil hasta que sea el intruso quien se retire. Sin embargo, al cabo de unos segundos me impaciento y opto por marcharme. Al hacerlo, observo que alguien se aleja a toda prisa. Y aunque sólo puedo verlo de espaldas, su aspecto me parece inconfundible. Es el mismo hombrecillo que me tropecé en la calle y que acabo de ver dentro del lienzo. Huye arrastrando su enorme paraguas plegado.

Salgo a la calle desierta. Está lloviendo y sigo con la mirada al extraño personaje que se interna en un sombrío callejón. Lo persigo bajo la lluvia, embargado por una mezcla de curiosidad y rabia. Me parece que aquel hombre se está burlando de mí, que trata de provocarme con sus continuas apariciones. Sus pasos me conducen hasta un pasadizo a espaldas de un convento, al fondo del cual distingo una puerta tras la cual el hombrecillo desaparece, dejándome perplejo.

Pienso en abandonar, pero un deseo más fuerte que mi sensatez me obliga a aproximarme a la angosta fachada. Descubro luz tras una ventana enrejada, apenas visible sobre el muro. Aproximo mi rostro a los barrotes, mientras me protejo de la lluvia bajo el paraguas. Noto que mis pies están empapados por la intensidad de la tormenta, pero nada me importa en ese instante, excepto descubrir el misterio que me ha atraído hasta el lugar. La ventana está entreabierta y aguzando mi ojos estrábicos distingo un interior apenas iluminado. Oigo voces y logro encaramarme asiéndome con fuerza al enrejado, mientras mi paraguas cae al suelo.


Descubro unos curiosos personajes moviéndose en el interior. Aparte del hombrecillo del bigote pelirrojo, ante mí desfilan las otras figuras que poblaban los cuadros del museo: seres deformes, de rostros esperpénticos y miembros contrahechos, arrastrando muebles y candelabros, ejecutando preparativos para algo inminente, mientras la voz de un ser invisible los dirige. En el centro se alza un caballete sobre el que reposa un lienzo intacto. Algunos se desnudan, otros se visten. El resplandor de las velas acentúa sus grotescos contornos. Siento mi cabello gotear sobre mi cara, mi traje está empapado, pero me siento incapaz de apartarme de la ventana. Estoy paralizado por la insólita visión, cuando algo me sobresalta. Desde el otro lado de la ventana, alguien se dirige a mí con voz potente y seductora: “La puerta está abierta. Pase. Le estábamos esperando".
Texto: Susana Benet
Ilustración:Óleo de Gabriel Alonso

2 comentarios:

  1. Susana, no permitas ser atrapada por éstos adefesios aunque te estén esperando, tu belleza siempre estará ahí para rescatarte.

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  2. Ummmm. Misterio e intriga muy bien relatados. Me gusta mucho, sobre todo el final.
    Un beset. cris

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