Adoro los trenes. Especialmente los de largo recorrido con sus amplios espacios entre asientos donde caben libros, periódicos, tazas de té, panecillos y, si hay cansancio, nuestro propio cuerpo recostado.
Echo de menos aquellos antiguos trenes con sus compartimentos cerrados como pequeños salones de visitas, escenarios de encuentros, desencuentros, romances y algún que otro asesinato en las películas de intriga, mientras se desliza el paisaje plácidamente tras los cristales.
Me gusta avanzar por los pasillos, entre anónimos pasajeros, a quienes no es preciso saludar, para ir al vagón restaurante y tomar una cerveza ante el pequeño mostrador, mientras el barman uniformado sirve cafés y, si está de humor, comenta con los clientes anécdotas vividas en sus incontables trayectos de ida y vuelta.
Qué agradable volver a sentarse, después de estirar las piernas, sobre todo si el asiento vecino está vacío.
Contemplar entonces una puesta de sol sobre un paisaje siempre distinto: ahora un árbol, luego un barranco, más allá una casa solitaria, algún rebaño, un bosquecillo, una vieja estación abandonada, y lo más impresionante, el brillo del sol sobre las aguas lentas de un río que fluye silencioso a nuestro lado, hasta que la súbita oscuridad de un túnel nos devuelve nuestro propio reflejo en el cristal.
Oscuro túnel,
ya no miro el paisaje
sino mi rostro.
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