Hoy el día no amanece, sino
que se prolonga la noche hasta bien entrada la mañana. Será por eso que los
gatos siguen dormidos, sin reclamar su comida, sumidos en un dulce letargo que
parecen contagiar a todo cuanto les rodea. La habitación en penumbra también
duerme, y los retratos sumergidos en sus marcos, las sábanas arrugadas en un
largo desmayo, las cortinas inmóviles como niebla tras la que suena débilmente
la lluvia. Todo dormita ensimismado. Ninguna voz perturba este solemne
silencio. Ni los pájaros, inmóviles en su jaula, alborotan con su estridente
charla. Noviembre se asoma tristón tras los cristales, como si aún guardase
luto por los difuntos. Al asomarme a la ventana, los árboles petrificados como
enormes estatuas de un verde mausoleo, reposan goteantes. La luz es un turbio velo,
una leve catarata que emborrona el paisaje. Tras las hojas de la acacia, casi
desnuda, se yergue rígido el ciprés como un dedo severo que apunta al Más Allá,
figura fantasmal que nos evoca a aquellos que duermen abismados en la infinita
calma.
Dos
de noviembre.
Un
ciprés solitario
vela
tu sueño.
(fotografía: Susana Benet)
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