Viena brillaba espléndida en Noviembre. Por todas partes sus árboles dorados acompañaban mis paseos por amplias avenidas, brumosos jardines, bosques de leyenda. Era mi primer viaje en solitario, un reto que me había planteado a mí misma y que estaba cumpliendo, a pesar de sentirme a veces asaltada por una intensa sensación de inseguridad.
Había escogido Viena seducida por las imágenes de "El tercer hombre", como si pudiese internarme en la inquietante atmósfera de la película y descubrir a Orson Wells semioculto por la sombra de un portal, con un gato acurrucado a sus pies.
Aprendí a conocer Viena paso a paso, evitando subir a los ligeros tranvías que circulan por el Ring, prefiriendo el contacto de sus duros adoquines bajo mis pies, el aire misterioso de sus calles, con sus cafés acristalados brillando en cualquier esquina, donde solía detenerme a tomar un té acompañado de exquisita tarta de manzana. Cafés de elegante decadencia, en los que suenan suaves melodías interpretadas al violín y al piano, en medio de discretas conversaciones.
El tercer día de mi estancia era domingo. Tras mi paseo habitual, esta vez visitando el espectacular Museo de Ciencias Naturales, donde me sentí transportada al remoto pasado, acudí al Café Central, que encontré cerrado.
No podía, pues, despedirme de la tarta de manzana ni del grato bienestar de su interior. Opté por otro pequeño bar en la Herrengasse (así se llama la calle), donde sonaba música estridente y un grupo de hombres de aspecto rudo e informal charlaban en torno a una barra. Aunque dudé al principio, me decidí a entrar para celebrar mi despedida de Viena con un vino del Rin. Me senté en una mesa apartada del grupo y una joven camarera me sirvió una copa de vino frío con una sonrisa. Algo cohibida, saqué mi pequeño cuaderno y me puse a relatar por escrito mi experiencia de aquel momento. Me sentía observada, pero al rato los hombres ocuparon una gran mesa alejada de la mía, donde comenzaron a brindar y reír ruidosamente. Sonó entonces un alegre vals y ante mí aparecieron dos de aquellos hombres que, con un gesto galante, me invitaron a bailar. La camarera contemplaba la escena desde el mostrador, junto a otra mujer que parecía ser la dueña. En estos casos, suelo ser más atrevida de lo que aparento y decidí aceptar la invitación. Me levanté y bailé enlazada por los brazos de aquellos hombretones, ante las sonoras exclamaciones de sus compañeros. Al terminar la pieza, me devolvieron a mi mesa y se despidieron con una sonrisa. Todo sucedió en silencio, al no conocer yo su idioma.
La camarera entonces se acercó con un platito de dulces caseros, diciendo en inglés que me lo ofrecían aquellos hombres que, añadió, estaban celebrando la Navidad. "¿La Navidad en noviembre?", pregunté. Ella me explicó que eran barreneros de Viena y que, al no poder coincidir en Navidad por sus turnos de trabajo, habían decidido celebrarla por adelantado.
Salí del bar asombrada y alegre, con un paquete de dulces envueltos en papel de plata, "pasteles elaborados por ellos mismos", según me informó la camarera.
Al acercarme a la Ópera por las oscuras calles solitarias, tuve la segunda sorpresa de la tarde. Había renunciado a asistir a los conciertos, pensando en la dificultad de conseguir entradas. Pero al acercarme al teatro pude oír nítidamente la potente voz de un tenor propagándose por el aire nocturno. Al doblar la esquina descubrí un enorme escenario levantado en plena calle y rodeado por un numeroso grupo de oyentes atentos, sosteniendo vasos de ponche caliente que ofrecían desde unas mesas junto al teatro. Me detuve hipnotizada bajo los focos de aquel insólito espectáculo, emocionada al poder escuchar a magníficos cantantes que, por turnos, salían a ofrecer sus arias a los transeúntes. Aquello no era un sueño, era real. La ópera salía a la calle para celebrar el 50º aniversario de su reapertura.
Tantas sorpresas en una sola tarde me abrumaban. Con la música resonando en mis oídos y apretando en mi bolso el paquete de dulces navideños, regresé al hotel entusiasmada. Mi inseguridad se había esfumado.
No había encontrado al "tercer hombre", pero Viena, generosa, me había colmado de inesperados regalos el tercer día.
Para no olvidar y sin costarte un real (salvo el hotel).
ResponderEliminarLas hay que tienen suerte
No me canso. Al leerte, es difícili no trasladarte a la situación narrada. Sea haiku, prosa... te vuelcas en las letras y eso se transmite, se contagia. Gracias por mitigar la sana envidia que nos da tu maravilloso viaje, a base de letras. Un abrazote
ResponderEliminarUna preciosidad de prosa, hecha de experiencia y de inspiración poética. Un viaje estupendo, según puedo leer. ¡Qué maravilla de película, con los zapatos de Orson en la sombra del portal y el gato que maúlla, descubriendo el secreto del hombre presuntamente muerto! Y las persecuciones por las alcantarillas, y la música de Karras y los juegos de sombras por los adoquinados. Y el paseo en la noria... Todo una delicia que habrás podido revivir. Enhorabuena. Un abrazo.
ResponderEliminarLa vida es mágica. Y esa magia nos espera en cualquier punto del camino
ResponderEliminarUn beset
Cris