LA SERENIDAD DEL ÁRBOL
No me canso de mirar ese
árbol que crece delante de mis ventanas. Mi casa no sería la misma sin ese
árbol que me acompaña en todas las horas del día y de la noche. En todas las
estaciones. No me hacen falta calendarios, con solo mirarlo ya percibo la
llegada del otoño o la primavera. Ahora mismo, mientras va desprendiéndose de
hojas, sé que pronto llegará el invierno. En verano, su sombra cubre el asfalto
como un pequeño oasis callejero.
Siempre me han fascinado los
árboles. Esos seres robustos y firmes, tan parecidos en la forma a los humanos,
con sus ramas alzadas como brazos o su copa inclinada como una enorme
cabellera. Son seres generosos, refugio de
los pájaros y sus cantos. Presencias que embellecen las aceras. Piden poco.
Apenas necesitan cuidados, excepto alguna lluvia que devuelva el brillo a sus
hojas y alimente sus raíces.
Acabo de leer un artículo en
el que afirman que los árboles ayudan a nuestra salud mental librándonos del
estrés. No necesito que me lo digan los expertos. Si alguien cortara ese árbol
que crece ante mi ventana, sé que mi estado de ánimo se vendría abajo, como su
frondosa copa. Vería ante mí el inhóspito cemento de las fachadas desnudas. Sin
embargo, parece que a muchas personas les
trae sin cuidado que crezcan árboles ante sus casas. Es más, no exigen que se
repongan aquellos que han sido talados por alguna enfermedad, o que simplemente
han desaparecido de sus alcorques, dejando un espacio de tierra estéril.
Afortunadamente, -y esto es
algo que no tiene precio-, más allá de este árbol crecen otras especies en un
pequeño parque urbano. Figuras que para mí representan humanas compañías, como
el ascético ciprés que apunta solitario al cielo, la bulliciosa acacia que
derrama su espléndida copa de flores amarillas o el espléndido ficus que
proyecta la amable frescura de su sombra.
Esa presencia vegetal es más
preciosa que la mejor escultura creada por el hombre, porque se esculpe a sí
misma sin cesar. Incansable pulmón que purifica el aire, reteniendo la escasa
humedad que nos deja la lluvia en tiempos de sequía, protegiéndonos del calor
agobiante.
Quisiera contemplar la vida
con la misma serenidad del árbol. Aceptando con firmeza de tronco y ternura de
hoja los vaivenes caprichosos de la vida.
Noviembre, 2017
(fotografía: Susana Benet)
Un texto muy cierto. Los árboles transmiten mucha serenidad. Un modo infalible es abrazarse a su tronco un buen rato. Ese gesto nos hermana con la naturaleza y con cualquier ser vivo. El texto es muy sugerente. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, José Antonio. Habría que abrazarlos más y plantar unos cuantos más también. Besos,
ResponderEliminarMuy hermoso tu texto, Susana, y comparto contigo esa pasión por los árboles. Un abrazo
ResponderEliminarMuy interesante tu punto de vista,por desgracia es compartido no por aquellos que todos quisiéramos,me encanta la natura.
ResponderEliminarSaludos.
Muchas gracias por comentar, Pascual. Y bienvenido. Saludos,
ResponderEliminarGracias Grego, no había visto tu mensaje. Sé que tú también eres devoto de la naturaleza y los árboles. Un abrazo,
ResponderEliminarQuiero puntualizar que, al cabo de unos meses de esta entrada, el árbol ha sido talado. Estaba enfermo pero tampoco lo habían tratado. Simplemente vinieron y lo abatieron. No han plantado otro en su lugar. Es muy triste asomarse a la calle y ver el alcorque vacío.
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