JOSÉ LUIS PARRA, HENCHIDA SOLEDAD
Es difícil hablar de un poeta que ya
no está -José Luis Parra Fernández falleció en el 2012- y de quien estuve tan
cerca durante años. Creo que el mejor modo es hacer un recorrido por su poesía,
en la que se revela su propia vida, la trayectoria de un hombre independiente
que se formó a sí mismo como poeta, porque desde muy joven tuvo claro cuál era
su vocación. No finalizó sus estudios de Magisterio ni los de Graduado Social.
Trabajó en una editorial valenciana dirigida
por Víctor Orenga, sin llegar a pertenecer a ella de forma permanente. Pasó
algunos veranos en Lloret de Mar, trabajando en un establecimiento de perritos
calientes para costearse sus gastos y viajar por la península, subiendo y
bajando de los trenes hasta agotar su presupuesto e incluso, a veces, su salud.
En una ocasión, ya sin recursos, tuvo
que regresar andando a Valencia alimentándose de lo que podía encontrar en los
campos. Alguna noche la pasó cubriéndose con cartones en compañía de los sin techo.
También deambuló por las Ramblas de Barcelona, protegido por un indigente que
compartió con él su vino y su humilde vivienda. Era un hombre siempre de paso,
una persona desarraigada que apreciaba sobre todo su independencia. Solamente
una vez, a lo largo de su vida, residió de forma permanente en otra ciudad,
Murcia, donde fue empleado de una compañía de seguros durante trece años. Su
admiración por esa ciudad se percibe en estos versos: “Todos los días / -o casi todos- / esta ciudad escribe / con sol / la
más espléndida literatura.”
Poeta rebelde, que elaboró su propio
estilo leyendo a innumerables autores y creó su propio personaje: un tipo
solitario que bebe en los bares. Un hombre enamorado de la vida y, al mismo
tiempo, atormentado por los remordimientos. Tras dejar su empleo en Murcia, de
forma voluntaria, escribe en su poema “Jubilación anticipada”: “Ya tienes todo el tiempo / para sentir cómo
se apaga el tiempo. / No hay magia en la penumbra. / Sólo curiosidad, algún
vago temor / y dientes apretados.”
Aunque frecuentó ambientes literarios,
no perteneció a ningún grupo ni a ninguna de las llamadas “generaciones”. Únicamente
participó en el Primer Certamen Literario de Mislata, siendo premiado por su
obra: “Más lisonjero me vi”, con la que inició una larga trayectoria que
concluyó con su último libro, “Inclinándome”, publicado poco antes de su
fallecimiento, en la editorial Pre-textos, al
igual que los tres títulos anteriores (“Los dones suficientes”, “Tiempo
de renuncia” y “De la frontera”).
Anteriormente, obsesionado por la
salud de su madre, escribió su segundo poemario: “Un hacha para el hielo”
(Ediciones de la Guerra-Café Malvarrosa, 1994) en cuyos versos describe el temor y la gran tristeza
que para él significó la pérdida de la figura central de su existencia. En este
libro breve y rotundo, prologado por el poeta Marc Granell, y dedicado a María
Fernández Campos In memoriam, el poeta trata de conjurar el espanto de lo
inevitable:
VIII
Nerviosamente labraré
con manos temblorosas por el miedo, un
arma,
un arma y a la vez un amuleto
que aleje los fantasmas del futuro
vivido con espanto cada día.
Y dejaré fluir un cántico salvaje
que no reclama eternidad ni salvación
pretende:
escudo que atenúe los zarpazos de la
bestia,
hacha de piedra
para el mar helado que nos devora
dentro.
Ese
profundo afecto que sentía por su madre, el terrible golpe que supuso su
pérdida, aparece en cada uno de sus libros, asomando como una luz añorada o
como la sombra de una ausencia. Ya la casa familiar no es la misma. Por ella
deambula el frío y el desvalimiento de quienes dejó atrás. El padre y tres
hijos solteros.
El
abandono y la desidia van a apoderándose no solo de la atmósfera doméstica,
sino también de sus habitantes. En el libro “Los dones suficientes” el poeta
describe con todo lujo de detalles cómo la casa se va convirtiendo en madriguera,
tal como la muestra en estos versos: “Todo
es cuestión de tiempo, y esta casa / que ha sido la humilde obra de tu vida /
la afirmación de tu coraje, será la madriguera, / la guarida, / leonera de
libros, papeles y abandono, / de los que indignamente quizás han decidido /
vivir, sobrevivirte.”
Ni siquiera el amor correspondido
logra aliviar la gran desesperanza que marca su existencia. Por eso lo condena
de antemano, no es capaz de entregarse a esa certeza. Su visión del amor es
pesimista, incluso en los instantes de mayor vértigo y esplendor. “También nuestro amor pasará. Mientras digo
te quiero / ya se aprestan la injuria, los celos, el reproche, / y la gris
procesión de costumbre y hastío / inicia su desfile.”
Por eso elige la soledad, el
desarraigo, el engañoso refugio del alcohol y la vana compañía de las conversaciones
de bar. Es allí donde Parra brilla con su ingenio, su humor, su intrepidez, su
amena conversación. Conoce bien el cine, y como Ray Millan en el film “Días sin
huella” (que tanto admira), recita sus versos arrebatado por la euforia de las
copas. Porque Parra, a pesar de ser un solitario, rebosa de amor por la vida y
se siente acompañado por sus fantasmas.
[…] Mis fantasmas
sólo
hablan de la vida,
y
su alegría en mi alegría se funde y se entrelaza
dando
frescura al corazón, henchida soledad,
belleza
para siempre.
En “Jornada en un bar” describe
minuciosamente cómo la luz de la cerveza que “ilumina vísceras, glándulas y huesos”, se va
apagando a medida que transcurren las horas y avanza la sombra arrastrando
consigo la culpa y el remordimiento, temas recurrentes en su poesía.
He visto cómo se resecan y endurecen
las tortillas,
cómo actúan, secretas, las bacterias,
fermentando las salsas, cómo se
descomponen
las tapas lentamente, en su urna de
cristal…
Que viejo y arrugado yace –ahora
lo estoy viendo- el diario
de la mañana,
abandonado en un rincón, manchado
y lleno de noticias atrasadas.
He visto cómo sube
la araña cenicienta del día consumido
por los ladrillos taciturnos de la
casa de enfrente.
Y aquí sigo, aquí sigo
paralizado.
Estoy viendo subir remordimientos,
arcadas, nuevas culpas…
Estoy viendo subir, rauda, la sombra.
Amante de las mañanas, Parra presiente
en la luz un anuncio de felicidad. Es la luz liberadora, que cauteriza las
heridas de la culpa. “De pronto, en la
cocina, / preparando el café del
desayuno, / qué lanzada de sol me
cauteriza. / ¡Absolución!”. Hay un continuo canto a las mañanas, a los
pájaros, a los árboles, al gozo de sentirse vivo. La luz se convierte en
esperanza de reencuentro con los que ya no están. “Tan fácil la resurrección parece, / tan sencilla, / en mañanas como
ésta con aura de prodigio…”, en fuerza irreprimible, en “perro leonado”, fiel compañero de juegos
y aventuras en una lejana terraza bajo el prodigioso cielo de la infancia. Hay
un desesperado canto al placer efímero. “El
mundo es un desastre, pero el día / ah día, / está clamando eternidad.”
Pero esa claridad tan amada, tan prometedora,
se transforma inevitablemente en sombra, en temor y remordimiento. “Nada, nada / en mi vida llegó a su hora justa: / muertes anticipadas
por el miedo, / impuntuales citas, demoras humillantes / cuando el vigor del
cuerpo joven, con más ferocidad, / precisos cumplimientos reclamaba”. Sin
embargo, y por duro que sea el presente, Parra logra teñir de humor los momentos
menos favorables, como en su celebrado poema “Esperando a Bárbara”, en el que
un joven enamorado contempla pasar el tiempo sin que su amada acuda a la cita, concluyendo
con estos versos que resumen su fracaso: “Pero
no desesperes, con la curda indecente / que arrastras, ya ni la mismísima /
Bárbara / sería solución, después de todo.”
Poseedor de una amplísima cultura
literaria, conocedor de innumerables poetas, algunos casi desconocidos en
nuestro país, Parra escribe de manera incansable, en cualquier parte, sobre
cualquier pedazo de papel, muchas veces de memoria mientras camina. Escribe
sobre sus temas predilectos: las pérdidas, los remordimientos unidos a una
alegría que apenas sabe manejar. “Ay,
poderes magnánimos / de la luz, protegedme / de mi alegría”, concluye en su
poema Vislumbres. Y es que no se atreve a ser plenamente feliz porque siempre
está anticipando el derrumbe.
La casa se va quedando vacía, primero
la madre y después, al cabo de los años, el padre. Quedan los tres hermanos
solteros, solitarios, aferrados al pasado, personajes anacrónicos en un mundo
del que apenas participan. Ese desvalimiento queda reflejado en su “Canción de
las cinco cucharas” en el que, poco a poco, van desapareciendo las cucharas de
la mesa del mismo modo que se producen las ausencias. Pero, a pesar de todo él,
“intrépido cadáver”, como se autodefine en algún texto, es el único, de los
tres hermanos, que prosigue una labor creadora ininterrumpidamente y sigue
siendo capaz de celebrar la vida, el amor, la amistad. Incluso es capaz él, de
apariencia tan frágil, de ocuparse de todo lo incómodo de su mundo doméstico.
Barre, friega, cocina, escucha las quejas y trata de sobrellevar el progresivo
deterioro de la casa y de sus medrosos moradores con admirable voluntad. “Nos acobarda el frío, la hostilidad del
clima. / Las tardes invernales, tan cortas, nos deprimen. / Mi hermano ha
decidido no salir de la cama, / y se ovilla, y maúlla, y ronca plácido. / Nos
alarma el teléfono, / y más aún el timbre de la puerta”. En ocasiones huye,
sale a la calle y busca en los bares la paz y el sosiego que tanto añora.
Otras, se contenta con asomarse al mundo a través de las ventanas o desde su
estrecho balcón. “Salgo al balcón y riego
las macetas. / Al inclinarme noto que envejezco. / Pero cómo consuela, con los
años, / esta alegría, este ritual, el chorro / de agua sobre las hojas.”
Su último libro, “Inclinándome”, delata
con el título su rendición final. Presiente que su salud ha empeorado, del
mismo modo que empeora su ambiente familiar. Se aferra a su poesía en un último
gesto esperanzado, alentado por sus amigos, los que nunca le abandonan, y por el
imborrable recuerdo de su madre. Mientras el verano de su vida se aleja y
presiente la cercanía de un otoño “no
menos pleno y sosegado”, acepta con serenidad lo que la vida le ha dado y
le ha negado. El poeta asume su presente con apacible calma, con sabio coraje y
parece encontrar finalmente el ansiado el equilibrio. “En el confín de la orfandad / cimas y abismos que tanto me elevaron /
y me hundieron, / por fin caminan juntos / en una extraña e inquietante calma.
/ Ah concordia tardía, la alegría y la desesperación / son ya casi lo mismo”.
(Susana Benet, 2015)
(publicado en el número 5 de la revista: ESTACIÓN POESÍA - Sevilla, otoño 2015)
(Imagen archivo)
Espléndido recordatorio y homenaje vivo, quería decírtelo desde que lo vi en Estación Poesía.
ResponderEliminarEspléndido recordatorio y homenaje vivo, quería decírtelo desde que lo vi en Estación Poesía.
ResponderEliminarSusana, me gustó mucho tu artículo cuando lo leí en Estación de Poesía, es un homenaje cálido y sincero, gracias.
ResponderEliminarBesos
Gracias, me ha encantado. Otro poeta estupendo para incorporar al blog de poesía:
ResponderEliminarhttp://comolaspiedrasoelviento.blogspot.com.es/
Gracias a todos por vuestros comentarios, que seguro apreciaría el poeta. Besos
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