jueves, 28 de enero de 2016

ARTÍCULO





JOSÉ LUIS PARRA, HENCHIDA SOLEDAD
Es difícil hablar de un poeta que ya no está -José Luis Parra Fernández falleció en el 2012- y de quien estuve tan cerca durante años. Creo que el mejor modo es hacer un recorrido por su poesía, en la que se revela su propia vida, la trayectoria de un hombre independiente que se formó a sí mismo como poeta, porque desde muy joven tuvo claro cuál era su vocación. No finalizó sus estudios de Magisterio ni los de Graduado Social. Trabajó en una editorial  valenciana dirigida por Víctor Orenga, sin llegar a pertenecer a ella de forma permanente. Pasó algunos veranos en Lloret de Mar, trabajando en un establecimiento de perritos calientes para costearse sus gastos y viajar por la península, subiendo y bajando de los trenes hasta agotar su presupuesto e incluso, a veces, su salud. En una ocasión, ya sin recursos,  tuvo que regresar andando a Valencia alimentándose de lo que podía encontrar en los campos. Alguna noche la pasó cubriéndose con cartones en compañía de los sin techo. También deambuló por las Ramblas de Barcelona, protegido por un indigente que compartió con él su vino y su humilde vivienda. Era un hombre siempre de paso, una persona desarraigada que apreciaba sobre todo su independencia. Solamente una vez, a lo largo de su vida, residió de forma permanente en otra ciudad, Murcia, donde fue empleado de una compañía de seguros durante trece años. Su admiración por esa ciudad se percibe en estos versos: “Todos los días / -o casi todos- / esta ciudad escribe / con sol / la más espléndida literatura.”
Poeta rebelde, que elaboró su propio estilo leyendo a innumerables autores y creó su propio personaje: un tipo solitario que bebe en los bares. Un hombre enamorado de la vida y, al mismo tiempo, atormentado por los remordimientos. Tras dejar su empleo en Murcia, de forma voluntaria, escribe en su poema “Jubilación anticipada”: “Ya tienes todo el tiempo / para sentir cómo se apaga el tiempo. / No hay magia en la penumbra. / Sólo curiosidad, algún vago temor / y dientes apretados.”
Aunque frecuentó ambientes literarios, no perteneció a ningún grupo ni a ninguna de las llamadas “generaciones”. Únicamente participó en el Primer Certamen Literario de Mislata, siendo premiado por su obra: “Más lisonjero me vi”, con la que inició una larga trayectoria que concluyó con su último libro, “Inclinándome”, publicado poco antes de su fallecimiento, en la editorial Pre-textos, al  igual que los tres títulos anteriores (“Los dones suficientes”, “Tiempo de renuncia” y “De la frontera”).
Anteriormente, obsesionado por la salud de su madre, escribió su segundo poemario: “Un hacha para el hielo” (Ediciones de la Guerra-Café Malvarrosa, 1994)  en cuyos versos describe el temor y la gran tristeza que para él significó la pérdida de la figura central de su existencia. En este libro breve y rotundo, prologado por el poeta Marc Granell, y dedicado a María Fernández Campos In memoriam, el poeta trata de conjurar el espanto de lo inevitable:
VIII
Nerviosamente labraré
con manos temblorosas por el miedo, un arma,
un arma y a la vez un amuleto
que aleje los fantasmas del futuro
vivido con espanto cada día.

Y dejaré fluir un cántico salvaje
que no reclama eternidad ni salvación pretende:

escudo que atenúe los zarpazos de la bestia,
hacha de piedra
para el mar helado que nos devora dentro.

Ese profundo afecto que sentía por su madre, el terrible golpe que supuso su pérdida, aparece en cada uno de sus libros, asomando como una luz añorada o como la sombra de una ausencia. Ya la casa familiar no es la misma. Por ella deambula el frío y el desvalimiento de quienes dejó atrás. El padre y tres hijos solteros.

El abandono y la desidia van a apoderándose no solo de la atmósfera doméstica, sino también de sus habitantes. En el libro “Los dones suficientes” el poeta describe con todo lujo de detalles cómo la casa se va convirtiendo en madriguera, tal como la muestra en estos versos: “Todo es cuestión de tiempo, y esta casa / que ha sido la humilde obra de tu vida / la afirmación de tu coraje, será la madriguera, / la guarida, / leonera de libros, papeles y abandono, / de los que indignamente quizás han decidido / vivir, sobrevivirte.”

Ni siquiera el amor correspondido logra aliviar la gran desesperanza que marca su existencia. Por eso lo condena de antemano, no es capaz de entregarse a esa certeza. Su visión del amor es pesimista, incluso en los instantes de mayor vértigo y esplendor. “También nuestro amor pasará. Mientras digo te quiero / ya se aprestan la injuria, los celos, el reproche, / y la gris procesión de costumbre y hastío / inicia su desfile.”
Por eso elige la soledad, el desarraigo, el engañoso refugio del alcohol y la vana compañía de las conversaciones de bar. Es allí donde Parra brilla con su ingenio, su humor, su intrepidez, su amena conversación. Conoce bien el cine, y como Ray Millan en el film “Días sin huella” (que tanto admira), recita sus versos arrebatado por la euforia de las copas. Porque Parra, a pesar de ser un solitario, rebosa de amor por la vida y se siente acompañado por sus fantasmas.
[…] Mis fantasmas
sólo hablan de la vida,
y su alegría en mi alegría se funde y se entrelaza
dando frescura al corazón, henchida soledad,
belleza para siempre.

En “Jornada en un bar” describe minuciosamente cómo la luz de la cerveza que  “ilumina vísceras, glándulas y huesos”, se va apagando a medida que transcurren las horas y avanza la sombra arrastrando consigo la culpa y el remordimiento, temas recurrentes en su poesía.
He visto cómo se resecan y endurecen las tortillas,
cómo actúan, secretas, las bacterias,
fermentando las salsas, cómo se descomponen
las tapas lentamente, en su urna de cristal…

Que viejo y arrugado yace –ahora
lo estoy viendo- el diario
de la mañana,
abandonado en un rincón, manchado
y lleno de noticias atrasadas.
He visto cómo sube
la araña cenicienta del día consumido
por los ladrillos taciturnos de la casa de enfrente.

Y aquí sigo, aquí sigo
paralizado.

Estoy viendo subir remordimientos,
arcadas, nuevas culpas…

Estoy viendo subir, rauda, la sombra.

Amante de las mañanas, Parra presiente en la luz un anuncio de felicidad. Es la luz liberadora, que cauteriza las heridas de la culpa. “De pronto, en la cocina, /  preparando el café del desayuno, / qué lanzada de sol me cauteriza. / ¡Absolución!”. Hay un continuo canto a las mañanas, a los pájaros, a los árboles, al gozo de sentirse vivo. La luz se convierte en esperanza de reencuentro con los que ya no están. “Tan fácil la resurrección parece, / tan sencilla, / en mañanas como ésta con aura de prodigio…”, en fuerza irreprimible, en “perro leonado”, fiel compañero de juegos y aventuras en una lejana terraza bajo el prodigioso cielo de la infancia. Hay un desesperado canto al placer efímero. “El mundo es un desastre, pero el día / ah día, / está clamando eternidad.”
Pero esa claridad tan amada, tan prometedora, se transforma inevitablemente en sombra, en temor y remordimiento. “Nada, nada / en mi vida  llegó a su hora justa: / muertes anticipadas por el miedo, / impuntuales citas, demoras humillantes / cuando el vigor del cuerpo joven, con más ferocidad, / precisos cumplimientos reclamaba”. Sin embargo, y por duro que sea el presente, Parra logra teñir de humor los momentos menos favorables, como en su celebrado poema “Esperando a Bárbara”, en el que un joven enamorado contempla pasar el tiempo sin que su amada acuda a la cita, concluyendo con estos versos que resumen su fracaso: “Pero no desesperes, con la curda indecente / que arrastras, ya ni la mismísima / Bárbara / sería solución, después de todo.”

Poseedor de una amplísima cultura literaria, conocedor de innumerables poetas, algunos casi desconocidos en nuestro país, Parra escribe de manera incansable, en cualquier parte, sobre cualquier pedazo de papel, muchas veces de memoria mientras camina. Escribe sobre sus temas predilectos: las pérdidas, los remordimientos unidos a una alegría que apenas sabe manejar. “Ay, poderes magnánimos / de la luz, protegedme / de mi alegría”, concluye en su poema Vislumbres. Y es que no se atreve a ser plenamente feliz porque siempre está anticipando el derrumbe.
La casa se va quedando vacía, primero la madre y después, al cabo de los años, el padre. Quedan los tres hermanos solteros, solitarios, aferrados al pasado, personajes anacrónicos en un mundo del que apenas participan. Ese desvalimiento queda reflejado en su “Canción de las cinco cucharas” en el que, poco a poco, van desapareciendo las cucharas de la mesa del mismo modo que se producen las ausencias. Pero, a pesar de todo él, “intrépido cadáver”, como se autodefine en algún texto, es el único, de los tres hermanos, que prosigue una labor creadora ininterrumpidamente y sigue siendo capaz de celebrar la vida, el amor, la amistad. Incluso es capaz él, de apariencia tan frágil, de ocuparse de todo lo incómodo de su mundo doméstico. Barre, friega, cocina, escucha las quejas y trata de sobrellevar el progresivo deterioro de la casa y de sus medrosos moradores con admirable voluntad. “Nos acobarda el frío, la hostilidad del clima. / Las tardes invernales, tan cortas, nos deprimen. / Mi hermano ha decidido no salir de la cama, / y se ovilla, y maúlla, y ronca plácido. / Nos alarma el teléfono, / y más aún el timbre de la puerta”. En ocasiones huye, sale a la calle y busca en los bares la paz y el sosiego que tanto añora. Otras, se contenta con asomarse al mundo a través de las ventanas o desde su estrecho balcón. “Salgo al balcón y riego las macetas. / Al inclinarme noto que envejezco. / Pero cómo consuela, con los años, / esta alegría, este ritual, el chorro / de agua sobre las hojas.”
Su último libro, “Inclinándome”, delata con el título su rendición final. Presiente que su salud ha empeorado, del mismo modo que empeora su ambiente familiar. Se aferra a su poesía en un último gesto esperanzado, alentado por sus amigos, los que nunca le abandonan, y por el imborrable recuerdo de su madre. Mientras el verano de su vida se aleja y presiente la cercanía de un otoño “no menos pleno y sosegado”, acepta con serenidad lo que la vida le ha dado y le ha negado. El poeta asume su presente con apacible calma, con sabio coraje y parece encontrar finalmente el ansiado el equilibrio. “En el confín de la orfandad / cimas y abismos que tanto me elevaron / y me hundieron, / por fin caminan juntos / en una extraña e inquietante calma. / Ah concordia tardía, la alegría y la desesperación / son ya casi lo mismo”.

(Susana Benet, 2015)



 (publicado en el número 5 de la revista: ESTACIÓN POESÍA - Sevilla, otoño 2015)
(Imagen archivo)


5 comentarios:

  1. Espléndido recordatorio y homenaje vivo, quería decírtelo desde que lo vi en Estación Poesía.

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  2. Espléndido recordatorio y homenaje vivo, quería decírtelo desde que lo vi en Estación Poesía.

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  3. Susana, me gustó mucho tu artículo cuando lo leí en Estación de Poesía, es un homenaje cálido y sincero, gracias.
    Besos

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  4. Gracias, me ha encantado. Otro poeta estupendo para incorporar al blog de poesía:
    http://comolaspiedrasoelviento.blogspot.com.es/

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  5. Gracias a todos por vuestros comentarios, que seguro apreciaría el poeta. Besos

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