RESISTENCIA
No pienso hacer nada. He llegado a tal extremo de inactividad que me incomoda realizar cualquier tarea, por mínima que sea. Por eso permanezco inmóvil ante mi escritorio, tratando de pasar inadvertido el mayor tiempo posible, hasta cumplir escrupulosamente mi horario. El color de mi traje es el mismo que el de los armarios y mi rostro ha adquirido el tono amarillento del papel archivado. Como un animal, he adoptado los matices de mi entorno para sobrevivir un día, una semana, un año más en esta jungla de acero. Si alguien se me acerca en busca de información, niego con la cabeza y le remito a otro empleado, no importa cuál. El resultado será el mismo. Esa persona ya no volverá a molestarme. El montón de papeles que exhibo ante mí es idéntico cada día. Los informes que mi director reclama, puntualmente, a fin de mes, contienen siempre los mismos datos. Sé que nadie los comprueba. Y si, acaso, alguien me entrega un documento, discretamente lo hago pedazos sobre la papelera en cuanto me dan la espalda. Alguna vez, cuando me quedo a solas, me asomo a la ventana y contemplo a la gente, como pequeños insectos laboriosos que van de un lado a otro. En ocasiones mi vista se detiene, con envidia, en algún hombre ocioso que, sentado en la terraza de un bar, hojea el periódico, mientras paladea una cerveza. Imagino que soy ese hombre y, por un instante, mi rostro se ilumina reflejado en el cristal. Pero aún no ha llegado el momento. Ellos confían en que me desespere y golpee su puerta con urgencia para presentar mi renuncia, como lo hicieron otros. Y mostrarme entonces una cifra impresa en un talón, el mísero precio de las horas, los días, los meses, los años dedicados a su servicio con la lealtad de un asno. Por eso ahora esperan, esperan detrás de sus puertas cerradas, mirando al vacío como yo, recibiendo informes que no leen, dando órdenes que no se cumplen, temiendo ser vistos por el ojo devorador, resistiendo, hasta que el vigilante nocturno les avisa de que van a cerrar el edificio.