EDIMBURGO
He vuelto a Edimburgo al
cabo de más de treinta años, pero la ciudad apenas ha cambiado, sigue siendo
como la ilustración de un cuento de misterio, con sus frondosos jardines junto
a Princes Street coronados por sobrios edificios de torres afiladas,
oscurecidos por el humo del tiempo y envueltos por un velo de bruma. Y sobre
este paisaje que parece dormitar bajo una lluvia leve, el perfil del castillo
como una figura fantasmal venida del pasado. He vuelto a recorrer las sendas
entre enormes arbustos de rododendros en flor para ascender al casco antiguo a
lo largo del Mound, no sin antes visitar la Scottish National Gallery, un
edificio clásico que destaca en medio de la frondosa vegetación, donde he
podido admirar obras de pintores universales como Rembrant o Velázquez.
Después, ya en la parte
antigua, ascendiendo por Cockburn St, desemboco en High Street, una larga y
populosa calle desde la que se divisa, en la distancia, una línea de mar. Allí,
ante la catedral de St. Giles, unos recién casados posan junto a un gran número
de familiares y amigos. Algunos de los hombres van ataviados con elegantes
faldas escocesas. Me detengo a contemplar al singular grupo, frente al cual
disparan sus cámaras otros turistas, igual que yo.
He venido a Escocia huyendo
del verano en las costas mediterráneas para sumergirme en la frescura de la
lluvia y de la vegetación densa, jugosa, acogedora. Aquí, a pesar de ser junio,
la temperatura es otoñal y llueve a menudo, con una lluvia tan benigna que
apenas moja mis zapatos. También, algunos días, el sol atraviesa la capa de
nubes que ensombrece la ciudad. Esta ciudad que parece distinta con la luz
solar, algo que la gente aprovecha para abarrotar las terrazas de los bares en
Rose St.
Pero Edimburgo me resulta
más auténtica y bella en la penumbra, donde parece emerger como el escenario de
un mito o de una leyenda. Incluso la estación de ferrocarril, en el fondo casi
invisible de los jardines, no rompe la armonía de las suaves lomas verdes y las
redondeadas copas de sus árboles. En tiempos pasados, el humo de las
locomotoras tiñó de hollín los edificios próximos, pero el verdor del entorno
permanece inmaculado.
Hace más de treinta años
paseé por aquí como una estudiante extranjera que desea mejorar su inglés, en compañía
de compañeros venidos de otros países europeos o de lugares tan lejanos como
Japón. Recuerdo a Yoko, la estudiante japonesa de ademanes delicados y perpetua
sonrisa, con quien mantuve correspondencia durante algún tiempo. Y tantas otras
personas que, como los parajes descubiertos en una ciudad extraña, permanecen
grabados en el recuerdo de manera sorprendente.
Sentada en un pequeño
quiosco donde sirven fish and chips observo a los pájaros que, libres de amenazas,
se aproximan a las mesas en busca de unas migajas. Palomas y gaviotas que
rodean mi mesa a prudente distancia y que, de pronto, vuelan ligeras, en un torbellino de alas de distintos
colores, hacia la mano que, generosa, les ofrece comida. Y vuelvo a escuchar el
graznido estridente de la gaviota que alerta a las demás, para después
regresar y detenerse discretamente a mis
espaldas. He venido hasta este rincón de Europa, mi amado continente, para
recobrar aquella sensación de irrealidad que me asaltó hace años, al descubrir
el embrujo de una ciudad donde piedra, vegetación
y pájaros conviven en perfecta armonía.
En la ventana del hotel,
sobre una amplia repisa, alguien ha colocado macetas con orquídeas en flor de
varios tamaños y colores. Al mirar hacia la calle, hacia las fachadas
georgianas de Coats Gardens, mis ojos tropiezan con ese jardín interior que me acompaña
en los desayunos. El salón está enmoquetado con una mullida alfombra de cuadros
escoceses que parece absorber el sonido de las cuberterías. El día de mi
regreso me atreví a preguntar sobre las plantas y conocí a la jardinera, una
recepcionista del hotel que me habló de las propiedades benéficas de una planta
que ella también cultiva: el kalanchoe,
con el jugo de la cual su hija se curó de una dolencia pulmonar. Amablemente me
ofrece los hijuelos de la planta,
unos pequeños vástagos que asoman minúsculos sobre la tierra. Ahora, en casa, los
contemplo crecer día a día, como si hubiera trasplantado a mi terraza una
ínfima porción de aquel mundo mágico.
(fotografías : Susana Benet)