DEMOLICIÓN
El edificio se mantenía en pie
junto a la parada de autobús. Una construcción antigua de dos plantas, con los
marcos de las ventanas medio arrancados, la pintura de los muros desconchada y enormes agujeros en el tejado. Una densa
oscuridad brotaba del interior como una fantasmal presencia. Tan solo las palomas se refugiaban en la desierta casa, se
posaban en las frágiles tejas, se asomaban ligeras a los balcones. El muro
exterior, todavía blanco, aparecía manchado y agrietado, como una piel enferma.
Por un pequeño patio a espaldas de la casa, asomaban las ramas de una joven
acacia que cada primavera renovaba su verdor sombreando un pedazo de la acera.
En otoño, sus tallos se elevaban hacia el cielo cubiertos por algunas hojas
amarillas. Todavía podía leerse el número de la vivienda sobre una placa
metálica insertada en el muro. Un número obsoleto, sin sentido. De pronto, una
mañana, descubrí que faltaba media casa. Habían colocado redes protectoras y un
enorme cartel anunciaba el derribo. En pocos días, donde estuvo la casa, no
quedó más que un terreno baldío. Ni vuelo de palomas ni rastro de la acacia. Solo
polvo y ausencia.
Crecía
hermoso,
pero
alguien taló el árbol.
Desolación.
(fotografía: Susana Benet)