ESPEJISMO DE UNA NOCHE DE VERANO
El calor me impide dormir.
Me levanto, camino hacia el otro extremo de la casa. Me asomo a la ventana y
observo la noche. En los árboles del parque no se mueve una hoja. En el seto
central, bajo una acacia, observo una figura tendida sobre un banco. Parece un
hombre, tal vez joven. Lleva una camisa blanca y pantalones oscuros. El blanco
de la camisa destaca bajo la pálida luz de las farolas. Todo está en silencio,
interrumpido por los escasos coches que avanzan por la avenida, arrastrando la
luz de sus faros.
Recién comenzado el verano,
el bochorno es intenso. Estamos sufriendo una ola de calor, como dicen en las
noticias. Tal vez por eso este hombre ha escogido un banco del parque para
conciliar el sueño. Tal vez en su casa la temperatura sea insoportable. O, tal
vez, se trate de un vagabundo. Pero su camisa es muy blanca, con un blanco de
prenda nueva y cuidada. Parece un hombre joven. Me recuerda a otro hombre que
hace años también dormía en ese banco algunas noches. Aquel hombre dormía en el
mismo lugar, frente a mis ventanas, esperando a que yo le dejase entrar en
casa. Yo lo descubría, como acabo de descubrir a este, cuando me asomaba a la
calle, desvelada, y lo sorprendía tendido en el mismo lugar. Yo sabía que
estaba ebrio y que necesitaba reponerse durmiendo en el jardín antes de llamar
a mi puerta. Y esta figura se parece tanto a aquella que me hace dudar de si
será el mismo que ha regresado. Aunque sé que es imposible. Aquel hombre está
muerto desde hace años. Mientras que este es simplemente un vecino, o tal vez
alguien que va de camino hacia otra parte y se detiene a descansar. Es un
extraño.
No puedo distinguir su
rostro a la luz de la farola, tampoco cuando los faros de los coches lo iluminan
unos segundos al avanzar veloces por la avenida. Es un hombre delgado, de baja
estatura, tan parecido a aquel. Pero este parece vivo, a pesar de estar
completamente inmóvil sobre las láminas de madera, medio oculto por el tronco
de una acacia. Veo su cuerpo dividido por el árbol. A un lado la cabeza, los hombros,
el pecho. Al otro, las piernas extendidas, una más flexionada sobre la otra.
Por un instante pienso que
es el otro quien regresa, que es simplemente un fantasma creado por mi mente en
medio de mi desvelo. Y me recreo en la visión. Imagino que el tiempo no ha
transcurrido, que se trata de la misma noche, repetida. Que en cuanto vuelva a la cama, oiré sonar el timbre y me levantaré
sobresaltada, protestando por esta visita intempestiva en medio de la noche.
Pulsaré para abrir el portal y descenderé por la escalera para ayudarle a subir
a trompicones hasta el ascensor, mientras él balbucea unas torpes excusas,
palabras incoherentes, impregnando el aire con el humo de la colilla que apenas
logra sostener entre sus dedos. Y me plantearé seriamente que es la última vez
que le abro la puerta. Que estoy harta.
Después lo dejaré echado en
el sofá y volveré a mi cama prometiéndome a mí misma que no volveré a abrirle.
Sabiendo que, además, en cuanto me despierte y regrese al salón encontraré el
sofá vacío y bien alisado, como si nadie se hubiera tendido sobre él.
Preguntándome si la visita fue real o fue soñada. Tan solo el olor rancio del
tabaco me confirmará que fue cierto, que él estuvo aquí.
Estuvo aquí tantas noches,
noches en las que apenas nos dirigimos la palabra. Y ahora, al mirar esa figura
anónima, ese cuerpo tendido bajo el árbol, siento que el otro ha regresado, que
siempre ha estado ahí, noche tras noche, mientras yo duermo ignorante. Que cada
noche, sea invierno o verano, haga calor o hiele, él sigue durmiendo ante mis
ventanas, bajo las ramas inclinadas de la acacia. Y me detengo inmóvil, tras
los cristales, de pronto confundida, desorientada, mareada por el intenso calor.
Esperando a que, en cualquier momento, vuelva a sonar el timbre y descubra, de
pronto, que el banco está vacío.
Verano 2017