Esta mañana el cielo parece descender como una losa sobre las calles. Con tanta oscuridad resulta difícil abrir los ojos. Pesan los párpados como nubes de tormenta. Al asomarme a la ventana, una cortina de lluvia va borrando el jardín, las inmóviles ventanas de los edificios. Un montón de paraguas cruzan la calle, se apresuran temblando por las aceras.
Al ir a la cocina, avanzo por la penumbra como un zombie que ha extraviado el camino hacia la luz. Aparte del sonido lejano de la lluvia, un helado silencio ha invadido la casa. El teléfono descansa mudo sobre un mueble. Los gatos reposan enroscados en el sofá. ¿Será esto el aviso de algo que no consigo descifrar? Tal vez estamos rodeados de señales que somos incapaces de percibir. Tenues esbozos de lo que está por suceder.
Alguien me contó una extraña historia. El mismo día en que su padre cayó al suelo, fulminado por un ataque cerebral, se interrumpió la línea telefónica de la casa. La avería duró tres días, los mismos que su padre estuvo en coma antes de morir.
Pongo agua a calentar y regreso a la ventana. Pienso en los osos, hibernando en sus madrigueras. Son más sabios que nosotros. Ellos no necesitan alarmas. Esperan a que la luz los despierte. Esta oscuridad sólo invita a la inacción, al letargo. La lluvia convierte el paisaje en algo incierto y, aunque sé que estoy despierta, tengo la sensación de estar atrapada en un sueño del que todavía no he regresado.
De pronto, un silbido estridente llega de cocina, una señal de alarma. El agua está caliente. Es la única certeza de la mañana.
Día lluvioso.
Al fuego la tetera
lanza un silbido.