VIAJE A CUENCA (VII)
Regresamos a la posada para
comer. El salón decorado con piezas de cerámica, jarrones, platos y otros
objetos típicos, nos resultó tan acogedor como el día anterior. Además, nos
sorprendió el detalle de que nos ofrecieran la misma mesa que habíamos ocupado
diez o doce años atrás, en aquel mismo restaurante. Al principio estábamos
solos, pero poco a poco fueran llegando otros comensales, un par de grupos, una
pareja… El ambiente se animó. Consumimos nuestro menú sin prisa hasta que a las
3 de la tarde pedimos un taxi y nuestro equipaje.
El dueño, al que recordaba
de nuestra estancia anterior, se mostró muy atento y enseguida pudimos acceder
al taxi y dar una última ojeada a los árboles y la densa vegetación a orillas
del Huécar, justo frente de la posada.
La taxista, una mujer joven
y de pocas palabras, nos llevó como un rayo a la estación moderna y espaciosa
de Fernando Zóbel. Teníamos tiempo suficiente para entrar en el único comercio
del vestíbulo y escoger unos dulces para regalar a la familia.
Me di cuenta de lo mucho que
deseaba regresar a casa, pero cuando el tren arrancó sentí una ligera nostalgia
de esa ciudad que se veía como una mancha en la distancia.
Junto al andén había observado,
maravillada, un joven arbusto creciendo cerca de las vías con sus hojas
amarillas, casi doradas, temblando en la brisa como una mano alzada que nos
dijera adiós.
El
arbolillo,
bajo
un cielo apagado,
es
todo luz.
(fotografía: Susana Benet)