Es mediodía. Me levanto y me deslizo como a través de una bruma, con paso de sonámbula. Pesadamente atravieso el aire, tan denso como el agua. Funciono a cámara lenta mientras las agujas del reloj avanzan con asombrosa rapidez y la luz del sol cambia de ventana en un abrir y cerrar de ojos. De pronto suena el teléfono y escucho una voz al otro lado, pero las palabras se amontonan en un caos indescifrable que me abruma y que olvido en cuanto cuelgo. Con qué impaciencia el cartero aporrea mi timbre. Todo el mundo va con prisa. Hasta los gatos exigen su comida antes de hora. Apenas termino de apurar el desayuno cuando me llega el aroma del guiso de la vecina, listo para servir.
Todavía atrapada por los sueños, siento que estoy y no estoy al mismo tiempo, que mis manos y mis pies continúan dormidos siguiendo a mi cabeza como alumnos perezosos. Que otro día se esfuma en un breve parpadeo, porque cuando lo alcanzo, ya ha cerrado sus puertas y la noche se convierte en el cálido refugio donde comienza mi vida a amanecer.
Y, sin embargo, qué placer no tener prisa, hacerle burla al despertador, dejar que la caricia del sol sobre mis párpados me invite a regresar plácidamente del letargo. Tan narcotizada salgo del sueño que si las fuerzas del orden rastrearan mi cabeza, me detendrían por transportar un alijo de drogas impresionante. Esas que mi cerebro, tan generoso, me suministra gratis.
Algo me inquieta.
¿También tendrá la muerte
despertador?