miércoles, 28 de diciembre de 2022

CUENCA EN NOVIEMBRE (continuación)

 



VIAJE A CUENCA (VII)

Regresamos a la posada para comer. El salón decorado con piezas de cerámica, jarrones, platos y otros objetos típicos, nos resultó tan acogedor como el día anterior. Además, nos sorprendió el detalle de que nos ofrecieran la misma mesa que habíamos ocupado diez o doce años atrás, en aquel mismo restaurante. Al principio estábamos solos, pero poco a poco fueran llegando otros comensales, un par de grupos, una pareja… El ambiente se animó. Consumimos nuestro menú sin prisa hasta que a las 3 de la tarde pedimos un taxi y nuestro equipaje.

El dueño, al que recordaba de nuestra estancia anterior, se mostró muy atento y enseguida pudimos acceder al taxi y dar una última ojeada a los árboles y la densa vegetación a orillas del Huécar, justo frente de la posada.

La taxista, una mujer joven y de pocas palabras, nos llevó como un rayo a la estación moderna y espaciosa de Fernando Zóbel. Teníamos tiempo suficiente para entrar en el único comercio del vestíbulo y escoger unos dulces para regalar a la familia.

Me di cuenta de lo mucho que deseaba regresar a casa, pero cuando el tren arrancó sentí una ligera nostalgia de esa ciudad que se veía como una mancha en la distancia.

Junto al andén había observado, maravillada, un joven arbusto creciendo cerca de las vías con sus hojas amarillas, casi doradas, temblando en la brisa como una mano alzada que nos dijera adiós.


El arbolillo,

bajo un cielo apagado,

es todo luz.




(fotografía: Susana Benet)



martes, 20 de diciembre de 2022

CUENCA EN NOVIEMBRE (continuación)


 


VIAJE A CUENCA - VI

Al llegar al parque de San Julián descubrimos un pequeño bar en un rincón y decidimos tomar un vino antes de la comida.

La encargada del bar era una mujer joven, de aspecto agradable, con una larga melena oscura y el cuerpo menudo y esbelto. Nos sirvió dos vinos y siguió charlando con un cliente joven al otro lado de la barra. Por su conversación tuve una idea más clara de lo que ya había intuido el día anterior. Ella se quejaba de lo mal que iba el negocio y afirmaba que, de seguir así, tendría que cerrar el bar. Que tenía un hijo que  mantener y el sueldo no le llegaba a fin de mes. Que hace años era distinto. Que cogía el coche y viajaba hasta Valencia para ir ala playa, pero que ahora eso era impensable.

Bebíamos nuestro vino y tomábamos una tapa que nos había obsequiado, y la escuchábamos con cierta inquietud, como nos habían inquietado los comercios cerrados, las persianas echadas, los carteles de “Se vende” y la falta de alegría en los locales, siempre semivacíos.

Evoqué nuestro viaje a Zamora de pocos años atrás y el gran contraste que había percibido entre el ambiente animado y bullicioso de la primera vez que pisé la ciudad y el actual. Al cabo de un par de decenios, la ciudad parecía medio deshabitada. Casi nadie por las calles, algunos bares cerrados, y el comentario de la dueña de una tienda de jabones artesanales, quejándose de lo mal que iba el negocio, a  pesar de estar situado muy cerca del mercado principal. 

El problema, por lo tanto, venía de muy atrás y afectaba sobre todo a las pequeñas ciudades del interior. Por otra parte, para el visitante, era más ameno y cómodo recorrer sus calles  sin tropezarse con bandadas de turistas.

Día tras día

pasa el río y arrastra

recuerdos, vida.




(fotografía: Susana Benet)



 


sábado, 10 de diciembre de 2022

CUENCA EN NOVIEMBRE (continuación)

 



VIAJE A CUENCA - V

Hoy, por la mañana, apenas llueve y hemos abierto el balcón y subido la persiana de tiras de madera (como las antiguas). Hemos podido contemplar desde arriba el estrecho cauce del río Huécar rodeado de vegetación verde y dorada, resaltada por la oscuridad de la piedra.

El posadero nos indica un bar donde desayunar muy cercano, a la vuelta de la esquina. Es un local agradable, con una decoración actual, pero sin estridencias. La temperatura es cálida y disfrutamos de un café americano acompañado por tostadas de tomate. Hay dos o tres clientes charlando en el mostrador con el dueño. Hombres de cierta edad que hablan en voz muy alta, algo que ya  había observado en la población en general. Creo que  hablan sobre fútbol, pero también noto cierto desánimo cuando uno de ellos exclama: “¡Cuando veas las barbas de tu vecino cortar…!” Aunque no concluye el refrán, es de mal agüero.

De nuevo salimos a las calles húmedas, donde el aire es limpio y saludable. Mi paraguas se ha estropeado y no cierra bien. De camino a la calle Carretería, donde solía haber comercios, bares y cafés abiertos, nos detenemos en una copistería donde venden artículos variados. La encargada está en la puerta, hablando con otra mujer y al preguntar, me dice que sólo le queda un paraguas. Es azul oscuro con estrellitas blancas y tiene cierta calidad, no es como los de los bazares a tres euros. Aunque vale más de siete, lo compro.

La lluvia apenas molesta y caminamos calle abajo hacia el río. Queremos visitar una alfarería en la orilla opuesta, en la avenida de los Alfares. Cruzamos por el puente de San Antón. Me detengo a hacer unas fotos de la corriente que arrastra hojas amarillas bajo las copas doradas de muchos árboles que se inclinan sobre la corriente. El espectáculo es emocionante. En la otra orilla, nos detenemos ante las puertas de una iglesia pequeña para hacer un par de fotos. Después caminamos en busca del alfarero. Nos detenemos a preguntar a unos hombres que charlan a la puerta de un bar. Nos indican que se trata de una exposición, que no es una tienda. Consultando el móvil, nos enteramos de que está cerrada. Desilusión.

Decidimos entonces caminar a lo largo de la orilla del río, sobre la mullida alfombra de hojas que a menudo van cayendo movidas por la brisa como lluvia amarilla. Filmo un vídeo de pocos segundos. Después me detengo a fotografiar un pequeño arbusto repleto de hojas caídas que contrastan con su color verde oscuro y sus bayas granate. Es como una escultura creada por la naturaleza.

Tras nuestro paseo, ya sin lluvia, regresamos hacia el parque de San Julián cercano a la posada. Por el camino observo cantidad de locales comerciales cerrados o en venta y lamento que aquel ambiente festivo que conocí en esa misma calle hace años, con cafés y bares en plena actividad, se haya transformado en un lugar anodino, casi sin vida, de muros invadidos por pintadas feas y vulgares, y escaparates polvorientos. Algunos edificios muestran en sus ventanas carteles de “SE VENDE”.

De nuevo la sensación de ruina y abandono, tan frecuente en estos tiempos. Y que en esta hermosa ciudad se aprecia de forma más rotunda.

 

Caen despacio,

mojadas por la lluvia,

hojas doradas.

 



(fotografía: Susana Benet)


jueves, 8 de diciembre de 2022

CUENCA EN NOVIEMBRE (continuación)

 



VIAJE A CUENCA - IV

Algo reconfortados por el vino, emprendemos el regreso por calles descendentes y escaleras, buscando en la parte baja algún local más ameno. Llegamos a la zona de la Diputación donde recordaba un bar llamado “La Ponderosa”, famoso por sus tapas, con su fachada blanca con la única decoración de una rueda de carro negra. En esos momentos está cerrado y nos dirigimos a otros bares contiguos que están abiertos. Nos decidimos por uno de aspecto acogedor, El Rincón de Teófilo. Sigue lloviendo y este bar tiene una temperatura agradable, con mobiliario normal, donde no hay que encaramarse para consumir.

Sólo hay dos mesas ocupadas por clientes solitarios. La camarera, joven y sonriente, nos sirve dos vinos que acompaña con un montadito de chistorra. Antes coloca un mantel de papel sobre la mesa y un cestito con rebanadas de pan. Pedimos un par de raciones de la carta.

Al poco rato entra un matrimonio que se instala en la barra. Más tarde llegan dos hombres jóvenes con un niño pequeño, de tres o cuatro años. El niño tose, pero al rato oigo toser también al que parece su padre. Están detrás de mí. El padre tose sin cubrirse la boca. Y empiezo a sentirme incómoda.

De pronto, las tostas de ventresca que hemos pedido ya no me parecen apetitosas y lo que más deseo es salir del bar donde padre e hijo tosen a menudo. Con una tarde lluviosa y fría pienso que el niño debería estar calentito en casa. Creo que un bar no es el mejor sitio para él. Pero lo que yo crea no cuenta. Cada cual vive como quiere y yo no soy nadie. Por eso, lo mejor es despejar el terreno y olvidarme del niño y de su tos.

Tenemos la ropa húmeda, el chubasquero de Gabi no se ha secado. Decidimos volver a la posada y darnos una ducha caliente. Vemos la tele un rato y nos dormimos enseguida. Es muy agradable reposar entre las sábanas tibias, protegidos de la lluvia y el frío.

Nos apetece aprovechar la mañana siguiente al máximo. Y ojalá deje de llover.

Antes de dormir, leo unos mensajes que me envía mi hijo acompañados por unas fotos de nuestro perro, Sam, que me parece más triste de lo habitual. Seguramente nos extraña, aunque esté en buenas manos, pero es la primera vez que nos separamos de él. Era un perro abandonado y aunque ya vive tres años con nosotros, creo que el temor al abandono no ha desaparecido por completo.

A mí empieza a dolerme el ojo derecho, tal vez por el frío y la humedad. A veces lagrimea. Por eso me viene bien cerrarlo y descansar.


Llega el murmullo

del río hasta mi almohada.

Pequeño hostal.

 



(fotografía: Susana Benet)



lunes, 5 de diciembre de 2022

CUENCA EN NOVIEMBRE (continuación)


 


VIAJE A CUENCA – III

En la Posada Los Tintes nos reciben muy amablemente. El salón restaurante es  acogedor, decorado con cerámicas, pinturas y el techo de vigas de madera. Sigue tal como era hace diez años, cuando vinimos en primavera.

El dueño no estaba en esos momentos y nos atendió una empleada del restaurante, con su cofia blanca, que nos acompañó hasta nuestra habitación pequeña y limpia, con balcón sobre la calle por donde fluye el río Huécar.

Cuenca es mágica también bajo la lluvia y no nos da pereza ascender por las calles empinadas hasta la Plaza Mayor. Durante el trayecto nos detenemos a hacer fotos de rincones solitarios y encantadores. En la parte alta, tomo una fotografía de la catedral, de estilo gótico francés. A aquellas horas del atardecer, bajo un cielo encapotado, el edificio resulta impresionante, más que a plena luz del día. Además, no se ve un alma alrededor.

La lluvia persiste fina y silenciosa, y optamos por entrar en el único bar abierto. Yo recordaba otro (tal vez en el mismo local) llamado Bar Plaza Mayor, decorado al estilo castellano, con sus sillas de anea y mobiliario de madera. Este local lo han modernizado y se impone el diseño sobre la comodidad. Banquetas de asiento cuadrado, forradas de material sintético, elevadas sobre el suelo, al igual que las pequeñas mesas también cuadradas. De modo que para tomar algo hay que encaramarse sobre esas banquetas de superficie resbaladiza, muy incómodas para personas de baja estatura como yo. Veo que algunos consumen en plan grulla, apoyando un pie en el suelo y otro en un travesaño del taburete. ¡Adiós confort!

El camarero, con gesto huraño, nos sirve unos vinos sin incluir ninguna tapa. Le pedimos cacahuetes y nos sirve un platito con frutos secos, muy salados. Después se aleja al otro extremo donde se le oye manejar cubiertos. Imagino que los seca y ordena.

Entran algunos jóvenes con olor a tabaco. Hablan en voz alta.

Siento nostalgia de aquel tiempo en que los  bares de la plaza respiraban alegría y profesionalidad. Cuando las tapas inundaban los mostradores con aromas apetitosos y servían menús con generosas raciones de huevos con jamón.

En cambio, este bar de ahora resulta mezquino con su decoración fea y deteriorada. Por no hablar del hombre de la barra, con su cara de pocos amigos ante un mostrador desierto. ¿Qué le pasa a esta ciudad? Ni bullicio, ni jolgorio, ni alegría. La gente consumiendo alcohol y fumando a la puerta del local, casi bajo la lluvia. Y la inevitable sensación de decadencia, de empobrecimiento.

Es cierto que llueve y se acerca la noche, pero precisamente por ello, uno echa de menos locales confortables donde sentirse resguardado y bien acogido. Tal vez, una sonrisa.


Llueve en el río.

Un gato se refugia

bajo unas matas.




(fotografía: Susana Benet)


sábado, 3 de diciembre de 2022

CUENCA EN NOVIEMBRE (continuación)




 

VIAJE A CUENCA-II

Veo hileras de viñas podadas, que apenas emergen del suelo. La tierra tiene un color ocre rojizo.

La estación de Requena se ve desierta. Sólo unos pocos viajeros que acaban de descender del tren.

El cielo tiene un fondo azul, cubierto en parte por amplias nubes blancas y algunas más finas, de tono gris morado. Falta media hora para nuestro destino.

¿Por qué me molestarán tanto las voces ajenas? Yo también hablo a veces, pero procuro hacerlo en voz muy baja como en una iglesia o  en una lectura poética.

Acabo de ver dos arbolitos amarillos. Nos adentramos en el interior de la provincia.

En los ribazos, junto a las vías, crecen matorrales de colores tristes. También el cielo se oscurece cada vez más. Menos mal que llevamos paraguas.

¿Soy insociable? A veces soy muy sociable y disfruto de la compañía, pero en general estoy mejor sola. Y si me reúno con alguien, prefiero que las citas sean breves, de dos horas a lo sumo. Al cabo de ese tiempo, siento deseos de huir. Es algo que viene de muy atrás, esa incomodidad cuando mi madre me llamaba, interrumpiendo mis juegos, para ordenarme poner la mesa o ayudarla a plegar las sábanas. Yo estaba entonces enfrascada en mis fantasías, como dentro de un huevo acogedor, por eso obedecía de mala gana, añorando volver cuanto antes a mi soledad.

Los pinos van adquiriendo el tono sombrío del cielo. Ahora, un embalse de aguas azul verdosas, con un pequeño islote en medio cubierto por vegetación.

El tren avanza. Se va lo verde y llegan los colores ocres de la tierra.

A lo lejos, camiones con los faros encendidos, luces ámbar entre las masas azuladas de los pinares.


Aunque se inclina,

el álamo amarillo

apunta al cielo.




(fotografía: Susana Benet)


jueves, 1 de diciembre de 2022

CUENCA EN NOVIEMBRE

 



VIAJE A CUENCA-I

Ayer llovió, pero hoy el día es claro y radiante. Hemos dejado a Sam, nuestro perro, en casa con mi hijo, y todo se ha ajustado al horario previsto. El taxi nos ha traído a la estación sin demora y en la cafetería hemos tenido tiempo de tomar unos deliciosos bocadillos de jamón con el café. La única nota discordante era un hombre, o más bien, su voz, que sonaba por encima de cualquier otro sonido, incluso el de la máquina de café del mostrador.

Qué sensación tan extraña viajar después de tres años sin hacerlo, por la maldita pandemia.

Ayer llamé a la Posada Los Tintes y me dijeron que en Cuenca estaba lloviendo, aunque el hombre, muy amable, puntualizó: “Pero aquí no llueve como en la costa”. Menos mal. Imagino una lluvia parecida a la de Edimburgo, de esas que apenas te mojan los zapatos.

También lloverá mañana, posiblemente, si se cumplen las predicciones.

Llueva o no llueva, los colores del otoño en Cuenca seguirán siendo los mismos: amarillos, dorados, rojos, salpicados de verde y gris.

Vuelvo a mirar por la ventanilla del tren, como en tantos otros trayectos del pasado. Se suceden los huertos que rodean la ciudad, algún túnel inesperado, y al salir, de nuevo huertos y palmeras.

Tal vez este viaje me ayude a superar la apatía, incluso melancolía, por estos años inciertos en que todo suponía una amenaza. En que nos hemos vigilado unos a otros: vacunados y no vacunados. Afortunadamente, el miedo no ha aniquilado mi voluntad ni mi sentido común  y he atravesado ese tiempo inhóspito con confianza en mi instinto y en mis propias defensas.

El cielo empieza a encapotarse. Unas nubes grises rozan la cima de una montaña. Cerca hay pinos de un verde intenso. También filas de olivos jóvenes. Llegamos a Requena.

La gente no tiene cuidado al hablar por el móvil y todos nos enteramos de lo que dicen, aunque existe la norma de utilizar las plataformas del vagón para esas charlas.  Por un lado las personas respetan el uso de las mascarillas, pero no respetan la norma de “no molestar” a los demás hablando en voz alta. La verdad es que es un fastidio, me distrae del paisaje y de mis pensamientos. Menos mal que nuestro viaje sólo dura una hora.


Sólo una mancha,

el arbusto creciendo

junto a las vías.




(fotografía: Susana Benet)