Es curioso asistir a las cenas en honor de quien deja el trabajo tras alcanzar un acuerdo con la empresa. O, tal vez, un desacuerdo. Esa alegre reunión de viejos compañeros encierra algo más que postiza camaradería y estudiados elogios entre personas que no han hecho otra cosa que criticarse año tras año, al amparo de mamparas y mullidos corredores que amortiguan los sonidos. Aunque no podemos negar cierta dosis de auténtica alegría: la de perderse de vista en el futuro. Probablemente por quien ambiciona el puesto que queda vacante, aunque también se regocijan quienes ven caer a otros antes que ellos. Todo es cuestión de números, y los afables comensales se han pasado los últimos ejercicios haciendo números para calcular quién tiene más números para recibir la patada. Esos joviales colegas que sonríen entre sorbos de vino, han dedicado parte de su horario de trabajo a comprobar las fechas de nacimiento de los demás y hasta conocen de antemano el finiquito que cada cual se llevará cuando lo cesen, de acuerdo con los años dedicados. Secreta contabilidad que se lleva bajo mano, pero que algunos, los más feroces, manejan con soltura en sus cabezas. Y cuando llega la feliz fecha, tan sólo para algunos, el cesado aparece radiante entre manteles almidonados, surtido de ibéricos e interminables brindis, aceptando con garbo la sucia negociación en que ha caído. La falsa ceremonia culmina con el brillante regalo para el que todos han aportado su donativo, algunos de mala gana, otros exhibiendo su poderío, sin que falte el que nunca "lleva suelto" y así se libra hasta el siguiente asalto. Un clamor encendido se eleva cuando se abre el precinto y la aturdida víctima alza en sus manos la bagatela, ante un montón de miradas ya turbias por el alcohol. Nadie se cuestiona el motivo de un ambiente tan festivo. No es precisamente un entierro, pero sí una defunción, porque hay alguien que cesa en sus funciones. Y, en este caso, el finado está de cuerpo presente, bebiendo en honor a su descalabro. Pues, si bien se presenta ante él un amplio futuro liberador, lo más probable es que el infeliz no tenga la menor idea de cómo sobrevivirlo. Y, para colmo, le obligan a pronunciar un discurso en el que, haciendo de tripas corazón, elogiará los largos años disfrutados en tan grata compañía, para acabar con algún chiste fácil que quite hierro al asunto. Estrechará la mano del mismo que le vendió, mientras le ríe las bromas. Y cuando la burda representación acabe y el mantel cuelgue como un telón ajado, el público abandonará sus sillas para agruparse a la entrada del local, donde alguien hará una foto que testimonie el momento. Después se irán de copas, anticipando entre dientes quién es el próximo candidato y observando, con repentina extrañeza, al que ya no forma parte de la manada.