VERANO
Poca gente en el bar. Apenas tres clientes que se acodan en la barra vigilando de reojo la puerta, atentos al mínimo chirrido que anuncie la llegada de lo inesperado. Las copas de cerveza son generosas. El camarero, amable, da conversación a un extranjero que pronuncia el español con acento inglés y habla de proseguir su viaje hacia el sur. La música parece vibrar en las botellas pulcramente alineadas, en las finas tulipas que alumbran, como pequeños faros, la cálida penumbra.
Por los amplios ventanales se ve una calle silenciosa, por donde no pasa nadie, ni siquiera los coches. El aire es una ciénaga gris donde la brisa se ha estancado. El reloj de pared se ha detenido en una hora que se eterniza. Sólo se mueven los caballos, que saltan obstáculos en un televisor mudo. El vendedor de rosas atraviesa la puerta de cristal con una vaga esperanza en sus ojos oscuros y regresa a la calle con su ramo intacto.
Ya sólo queda en la barra el extranjero que lee atento un libro, mientras se acaricia la barba con aire concentrado. Apuro mi copa lentamente y miro hacia la puerta convencida de que nadie la cruzará, con el ímpetu fogoso de un caballo, para llevarme lejos de este instante inevitable en el que me sumerjo a solas, ante el frío mostrador, evocando lejanas conversaciones.
Sola en la barra,
sin nadie a quien hablar,
enciendo el móvil.