VIAJE AL
NORTE
Viajando
hacia el norte, el sol inunda la ventanilla del tren. De pronto, un túnel. Al
salir de la oscuridad, el sol destella en los tiernos arbustos, en las paredes que
se alzan a cada lado de la vía. Entramos en la estación de Segovia. Gente
sentada en los bancos del andén, viajeros que arrastran sus maletas con prisa.
Sobre las rocas, la sombra de un pájaro que desciende y desaparece. Al reanudar
la marcha, el verdor de la tierra cubierta por islotes de flores amarillas. Nos
internamos en otro túnel apenas un minuto y, de nuevo, suaves colinas que se repiten
hacia el horizonte, atravesadas por sendas de tierra casi blanca. Sobre el
cielo azul y despejado, una nubecita solitaria, como una ligera pincelada
horizontal.
Los
bosquecillos de pino irrumpen de repente y pasan deprisa.
Conforme
nos vamos aproximando al norte, mis pulmones se ensanchan, respiro mejor, como
si me liberase de un peso. Aquí el aire es diáfano, la luz parece más nítida,
de la tierra brotan hierbas altas, jugosas.
Cruzamos
un río pequeño, en cuyas aguas se reflejan las copas de los árboles que
crecen en la orilla. Y, de pronto, en la llanura, una roja extensión de
amapolas que parecen seguir nuestro camino.
A
lo lejos se elevan las colinas, hasta convertirse en ondulantes montañas sobre
las que se agolpan las nubes bajas.
Cerca
discurre una carretera por la que avanza un coche solitario.
Las
nubes van cubriendo el cielo lentamente. Apenas asoma el azul entre las
masas grises. También el verde de los prados se oscurece. El sol que ocultan
las nubes, ilumina a lo lejos una ladera.
Sólo
un arbusto, cuajado de flores blancas interrumpe la penumbra del paisaje. Abre
sus ramas como los rayos de una estrella, pequeña y reluciente entre las
sombras del atardecer.
Las
montañas están cada vez más cerca, como enormes figuras que invitan al reposo.
Ya
se siente la presencia del norte: rosales en pequeños huertos, cenefas de
flores claras bajo el color plomizo del cielo.
Comienza
a llover y las gotas se deslizan oblicuamente por el cristal de mi ventana.
Anocheciendo,
sólo refleja el charco
las flores blancas.
Llegando
a Donostia, la niebla se espesa sobre los montes, al fondo de los valles, en
los tupidos bosques que atravesamos. Llueve con fuerza. Al pasar junto a un
grupo de casas, una columna de humo se eleva densa entre la bruma que cubre los
tejados.
Desde
el tren distingo un parque de atracciones en una pequeña población. Las luces
estridentes de la feria brillan con fuerza en medio de la oscuridad que se va cerniendo
sobre el aire. Cae la noche.
Brillan las luces
del parque de
atracciones.
Pueblo en la niebla.
(fotografía: Susana Benet)