Como si algo o alguien me hubiese atado las manos o nublado la mente, me siento inmovilizada. Por mucho que necesite escribir, no siento el impulso de actuar. No se trata de ningún proyecto concreto, no existe una intención clara. Mi pensamiento revolotea en torno a ideas que no se llegan a concretar. Desplazarme hasta el ordenador, me supone un esfuerzo, por eso permanezco leyendo continuamente, anotando, muy de tarde en tarde, algún verso en algún papel, sin demasiada convicción y escaso entusiasmo.
Ya no estoy segura de cuándo
comenzó este letargo, esta extraña apatía. Lo lógico sería atribuirlo a los dos
años largos en que todas las noticias han llegado cargadas de alarma y malos
presagios. Días de encierro, de desconexión e incomprensión. Calles vacías,
gente vigilando a gente, la sensación de un peligro inminente sobrevolando
nuestras cabezas. Contagio, enfermedad, muerte, guerra… Difícil evadirse de
este mantra que repiten los medios, los rumores, las personas. Difícil
sacudirse de encima ese peso que se ha ido incrementando durante días, semanas,
meses.
Nadie me retiene, nada me
impide abrir la puerta y salir. Sin embargo, me siento aprisionada. Me he
convertido en carcelera de mí misma. Contemplo la calle desde la ventana. A lo
sumo, salgo al balcón y me detengo en las plantas, las observo, las cuido. Es
un asidero que me ayuda a no derrumbarme completamente. Ellas crecen,
multiplican sus hojas, avanzan mientras yo parezco retroceder. Algo me tiene
atrapada en esta inmovilidad estéril.
¿Escribir? Me pierdo en la
confusión de ideas que se forman y, de pronto, ya no están. Podría pintar, pero
cuando me decido descubro que la pintura no fluye, me atasco y lo dejo.
Esto se parece a una gran
depresión, no económica sino vital. Tampoco se trata de un malestar propio,
sino general. Lo sé cuando hablo con los demás y me trasmiten la misma
sensación de extrañeza. Como si algo pegajoso nos hubiese inmovilizado, apenas
nos acercamos al otro. Cada cual se repliega en su cápsula. No hay diálogo, la
comunicación parece haberse interrumpido desde hace mucho tiempo. No llamo ni
me llaman. Eso sí, rastreamos en el móvil alguna señal de vida, vigilamos el
mundo a través de la pequeña pantalla y respondemos a breves mensajes
precocinados.
Curiosamente hoy, tal vez
alarmada por mi propia inacción, he decidido teclear estas líneas, como quien
lanza un mensaje al mar. Sé que nadie vendrá a rescatarme, porque todos esperan
ser rescatados igual que yo. Entretanto la telaraña crece, nos envuelve y nos
impide descubrir una mínima grieta por donde escapar.
(fotografía: Susana Benet)
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