FALLAS
La ciudad
está tomada por el ruido y los olores a aceite frito y refrito de los puestos
callejeros, donde se amontonan bandejas de churros y buñuelos tras
humeantes vitrinas. También está tomada
por todos los que vienen a visitar este barullo urbano, donde aparte de fallas,
se levantan en las calles unas inmensas carpas que abarrotan el asfalto e
inutilizan muchos accesos. Dentro de esos espacios cerrados se reúnen los falleros
a comer y beber, a divertirse, mientras sus hijos lanzan petardos a diestra y
siniestra por las aceras. No importa que, según el calendario, esta celebración
deba durar cuatro días. En cuanto se inicia el mes, empiezan los ruidos y los
camiones comienzan a descargar contenedores, urinarios, figuras desmembradas: piernas, cabezas, escenarios, todo lo que formará parte
de esta macro-fiesta, de la que muchos huyen, alejándose de la ciudad unos
días, mientras que otros nos encerramos en casa la mayor parte del tiempo,
porque no entendemos ni compartimos esta forma de diversión chabacana y
cargante. Incluso así, no dejamos de oír el petardeo continuo a través de las
ventanas, mientras tratamos de leer, dormir,
escuchar música o el sonido del televisor. Hasta los animales
domésticos, los más sensibles, andan por la casa acobardados, ocultándose en
rincones. Cuando termina la fiesta, hay grandes manchas sobre el suelo, la
huella que deja el aparatoso espectáculo: grasa, cenizas, orines, envases, papeleras
reventadas, jardines arrasados… Pero así es la fiesta, y hay que estar
contento, de lo contrario te acusan de “no ser de aquí”, porque para algunos "ser de aquí"
implica disfrutar del caos y el desorden, y confundir celebración con desenfreno.
Valencia en
Fallas.
El olor a
fritanga
llena las
calles.
(fotografía: Susana Benet)