Oyendo, a través de los
cristales herméticamente cerrados de las ventanas, el estruendo de los petardos
que estallan en la calle sin orden ni concierto, unos más débiles, otros
violentos, algunos semejantes a cañonazos, se me ocurre pensar en lo agradable
que sería salir a dar un paseo con cierta tranquilidad. En la posibilidad de
contemplar una falla sin temer el sobresalto de la pólvora. En lo bien que se
oiría la música de las bandas, el único sonido agradable de estas fiestas,
cuando desfilan con sus alegres pasacalles por debajo de lo balcones. No es que
la pólvora moleste. Al contrario, huele muy bien. También es impresionante
cuando el pirotécnico la enciende programando las explosiones como si de música
se tratara. Entonces los petardos no asustan, no agreden, porque quien se
acerca a escuchar una “mascletá” tiene el oído y el ánimo bien dispuestos y se
deja aturdir por una mezcla armónica de explosiones que aumentan hasta la
apoteosis final. Nada que objetar. Uno sabe a lo que se expone. Pero esos otros
petarditos y petardazos, que los padres compran a sus hijos para educarlos en
la tradición, o que ellos mismos lanzan a diestra y siniestra, a lo largo del
día y de la noche, en calles, jardines, incluso en patios interiores, eso se
parece más a una sofisticada tortura. Sin olvidar el riesgo que supone una
súbita explosión para una mano poco adiestrada. Más de un dedo se ha perdido en
estas fiestas.
¿Qué sería de unas fallas
sin petardos? Pues no pasaría nada. Disfrutaríamos solamente de “mascletás” y
fuegos artificiales, todo ello controlado por expertos. Oiríamos la música de
las bandas sin el petardero incesante. Viviríamos las fiestas de otra manera.
No atrincherándonos en casa para escapar de este incómodo elemento festero,
presente a cualquier hora (para todo lo demás existen horarios). Podríamos
enterarnos de lo que dice la tele sin subir el volumen a tope. No estarían las
aceras y fachadas llenas de manchas negras de pólvora. No estallarían papeleras
ni latas vacías. No huirían tantos habitantes de la ciudad por culpa del ruido.
En fin, seríamos un poco más respetuosos con el entorno, con los enfermos, con
los insomnes, con los animales, con los
que no nos acostumbramos a este "folklore" habiendo nacido en esta tierra. En
suma, más civilizados.
Asciende al cielo
el humo de la pólvora.
Aires de marzo.
(Fotografía: Susana Benet)
En este país cualquier fiesta es sinónimo de ruido, como si de esa forma te obligaran a ser partícipe, quieras o no quieras. La verdad es que no se le da ninguna importancia a las molestias que genera el ruido y, realmente, son muchas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Y si añadimos a ello lo típico de las comilonas…, ni te cuento; porque hay quienes hacen ruido hasta masticando. :-)
ResponderEliminarSalud!!
¡Pues es verdad! A veces el alboroto se oye a través de las paredes de esas carpas que instalan en las calles y que cada año parecen aumentar de tamaño.
ResponderEliminarMenos mal que ya pasó todo y el silencio ahora se agradece como un bálsamo. Besos,