Por el sur y norte de mi cabaña discurren aguas de primavera; sólo bandadas de gaviotas me visitan cada día. Sin limpiar el sendero florecido; nadie suele venir. Hoy abro el postigo de mi puerta para recibirte.
El mercado está lejos, es pobre mi cena. Mi humilde familia te ofrece vino casero. ¿Llamo, tras la cerca, a mi anciano vecino? ¿Podríamos juntos terminar estas copas?
A Carlos Marzal Esas rosas silvestres escondidas en el suave desierto de la carne, rosas secas que al tacto se humedecen y destilan su esencia entre las yemas de unos dedos esclavos.
Esas rosas cerradas que se abren como el labio sediento de la vida y aguardan suplicantes una nube para ser bien regadas por su loco chaparrón pasajero.
Son las rosas que amé y que sigo amando, aunque no se me ofrezcan como antes y las sienta entregadas al cuidado de unas manos, no mías.
Rosas ciegas, sensibles, disolutas, que esta noche de fiebre y de desvelo me llaman y me arrastran poderosas a su gozo sin fondo.