miércoles, 1 de abril de 2020

RESEÑA





Esta reseña que publica la revista ANÁFORA en su número 19 y que saldrá en papel próximamente, la firma el poeta Daniel Fernández Rodríguez. Desde aquí, mi agradecimiento.



Don de la noche
Susana Benet
Pre-Textos, Valencia, 2018

            A Susana Benet se la reconoce como una de las maestras del haiku. En efecto, basta con recordar el siguiente: «Un niño juega / a enterrar a su padre. / Día de playa». Bajo la apariencia de un amable retrato veraniego, se esconde nada menos que el devenir irreparable de la vida: todo encerrado en las diecisiete sílabas preceptivas de esta estrofa de raigambre japonesa cultivada por Benet en varios libros, por ejemplo La enredadera, antología que es ya un clásico imprescindible del género, hoy tan en boga.

            Don de la noche no es un libro de haikus, pero sin duda una de sus muchas cualidades estriba justamente en aplicar con brillantez la lección fundamental de dicha tradición: me refiero al estupendo maridaje entre emoción, reposo y brevedad, una de las señas de identidad de la autora. Susana Benet nos regala en Don de la noche una fascinante colección de breves piezas poéticas, estampas de una vida cotidiana que se plasma con serenidad, sin excesos ni alharacas, en busca de la complicidad del lector. Lejos del tono engolado o alambicado que tanto abunda por ahí, Benet colorea poemas cercanos y amables, escritos para ser degustados con calma y recogimiento, como quien contempla un atardecer o escucha un arroyo. Sus versos nos permiten asomarnos al más hondo sentir del yo lírico y compartir su emoción al saberse parte del pequeño mundo que lo rodea, un mundo poblado de plantas y flores, gatos y terrazas, pájaros y vientos. Guiado de la mano de Benet, el lector va encontrando en todos estos seres a sus propios confidentes y compañeros, a los que tanto se necesita en esta vida presurosa.

            Acaso uno de los muchos dones de este libro sea la minuciosa descripción de la relación con la naturaleza, que nos brinda algunos de los más hondos poemas del libro, como Mediodía, rematado con unos versos que captan y condensan a la perfección la incertidumbre que todos hemos sentido alguna vez ante un paisaje, ante el futuro o simplemente ante la vida: «Y tú, que todo lo contemplas / y lo escuchas / erguido en tu silencio, / te empapas poco a poco de abandono / y tiendes tus sentidos hacia el amplio / paisaje que prosigue más allá / del reducido espacio de tu sombra». Justamente del paisaje que rodea al yo lírico y que poco a poco va envolviendo al lector emanan muchas de las poesías, como de hecho se hace explícito en Poema: «Aunque quería / no podía escribir / ese poema. / Pero al mirar / en mi balcón la rosa, / estaba escrito».

            Otro de los dones de este libro tiene que ver, me parece, con la capacidad para tratar el paso del tiempo, la muerte o el peso de una ausencia querida sin caer en sentimentalismos ni aspavientos, sino mediante la observación tranquila de escenas cotidianas, como ocurre por ejemplo cuando se nos describe la chaqueta que ha sobrevivido a su portador, el polvo omnipresente de una casa abandonada o el asfalto nocturno mojado por la lluvia. Así, Despacio recrea de un modo muy original uno de los tópicos más recurrentes en la poesía de siempre, el de que el tiempo huye sin remedio: «Despacio, muy despacio / voy abriendo los ojos a la tenue / claridad de la tarde. Junto a mí, / el gato permanece silencioso / aguardando la lenta / caricia de mi mano, / mi mano que envejece igual que él, / despacio, muy despacio». Es este, por cierto, uno de los muchos poemas donde aparece un gato (en otro, lo vemos agazapado junto al yo lírico, a la espera de cazar alguna palabra al vuelo), y con él llegamos al último de los dones poéticos que quisiera mencionar aquí. Me refiero al talento de Susana Benet para retratar la vida cotidiana y las pequeñas cosas que nos rodean, que es, en mi opinión, uno de los logros más difíciles de encontrar en poesía. Apenas un rayo de sol o el viento en la ventana: todo lo que necesita un buen libro.  

                                                                       Daniel Fernández Rodríguez



(fotografía: Gabriel Alonso)


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