AL OTRO LADO DEL CRISTAL
Estamos en mayo y las
jacarandas que crecen al otro lado del cristal de mis ventanas, son como una
pincelada malva sobre el verdor de los ficus. Estamos confinamos en este
tiempo. Es como si la vida nos impusiera un periodo de clausura y reflexión.
Como si el mundo enmudeciera de repente para dejarnos escuchar el silencio. Un
silencio que sólo se interrumpe cuando algún pájaro canta o un perro ladra.
Apenas suenan motores en la calle, y las personas, con el rostro cubierto por
sus máscaras, deambulan silenciosas. Y si, por algún motivo, alguien lanza un
grito en la calle, suena como un desgarro en el aire. En estos días hemos
tenido lluvia y las calles se ven limpias, los setos más verdes, las copas de
los árboles recobran su brillo natural. Habrá que vivir de otra manera, nos
dicen, a partir de ahora. Personalmente, no me incomoda la distancia física. En
más de una ocasión me he sentido invadida por quienes no respetan el espacio
ajeno, bien sea en la cola del supermercado o en un autobús. Y no sólo nos
invaden con sus cuerpos, también con sus olores. Posiblemente ahora, cuando la
higiene es fundamental, nos libremos de soportar el tufo ajeno. Y, con un poco
de suerte, la gente con mascarilla gritará menos en lugares públicos,
absteniéndose de vocear en sus móviles, sin ningún pudor, asuntos privados,
delicados, obscenos, interminables. ¿Cambiaremos o volveremos a las andadas?
Ahora, contemplo la calle
tras los cristales y me siento en paz. A pesar de lo difícil de la situación,
agradezco esta tregua en nuestro habitual ajetreo. Con un poco de suerte,
miraremos con otros ojos el mundo que nos rodea, comprendiendo de una vez que
todo el daño que hagamos a la naturaleza, nos lo hacemos a nosotros mismos. Que
no somos los reyes de la creación, como nos hicieron creer, sino que formamos
parte de un todo y cualquier daño que provoquemos en una mínima parte,
repercute en el resto. Que esto sea una cura de humildad contra nuestra humana arrogancia.
Que en contra de ciertos tópicos, lo más pequeño puede acabar con lo más
grande.
En la farmacia,
me atiende el dependiente
tras un cristal.
¡Excelente, Susana!
ResponderEliminarOjalá todo esto nos sirva de lección. Si en este punto límite no aprendemos, estaremos condenados a seguir siendo los Sísifos de siempre...
Buen domingo.
Un abrazo.
Gracias, Juan Carlos. Que sigamos aprendiendo. Besos
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