miércoles, 25 de septiembre de 2019

VIAJE A MADRID





VALENCIA-MADRID (20 Abril 1918)

Llegamos a nuestras plazas en el vagón 10 y resultan ser de las que llevan viajeros sentados enfrente, o sea, de cuatro, las que más detesto. Parece que estés sentado en un tresillo (o cuatrisillo) frente a dos desconocidos con quienes no tienes nada que ver ni hablar o que te pueden toser en la cara o ponerse a comer un oloroso bocadillo mientras tratas de no prestar atención a sus mandíbulas.

Pero algo más preocupante sucedía en las correspondientes plazas. Los viajeros del otro lado del pasillo nos advierten, entre divertidos y alarmados, que debajo de uno de los asientos que debemos ocupar hay una cartera marrón de piel (como de negocios), sin que se sepa nada de su propietario. La noticia me alarma, me enfurece. Viajar en compañía de otros dos, cara a cara, y con una cartera sospechosa debajo de mi trasero.

Lamento que G no haya tenido más cuidado al comprar los billetes. Hay que evitar los de mesa compartida. No me gusta la gente y menos tenerla demasiado cerca. Me pasa lo mismo en los bares, en el cine o en el autobús. Cuanto más aislada, mejor me encuentro.

Por fin aparece una azafata fría y uniformada, con la reglamentaria coleta sujeta en la nuca, maquillada y con cara de pocos amigos. En cuanto le hablo del extraño maletín debajo del asiento, hace un aspaviento y gesticula con la mano como si quisiera espantar una mosca. No es asunto de ella, debo hablar con el revisor. Buscamos con la mirada y todos los viajeros con traje oscuro me parecen revisores, pero ninguno es el auténtico.

Me dirijo, decidida, al vagón cafetería, dispuesta a atrapar al revisor y plantearle nuestro problema. “No podemos ocupar un asiento bajo el que hay oculto un maletín anónimo”. Pero en el bar solamente hay clientes devorando bocadillos o pidiendo bebidas. Detrás del mostrador, junto a la camarera, descubro a la azafata con quien hablé anteriormente, con su pelo estirado hacia atrás y su reglamentario pañuelo al cuello. Le pido por señas que se acerque, y lo consigo, pero la respuesta es la misma. Tengo que  hablar con el revisor, lo del maletín no tiene importancia, alguien lo habrá olvidado, pero además, ha debido pasar por el control de acceso, por lo que no puede contener nada peligroso. Lo cual no me tranquiliza en absoluto. ¿Y si alguien lo ha colado por encima de la valla de la estación, clandestinamente? Nuestro vagón está al final del larguísimo andén que prácticamente queda fuera de la estación, muy cerca de unas obras y de una vallita de poca altura, compuesta por barrotes verticales entre los cuales se puede introducir cualquier objeto.

Regreso a nuestro vagón donde G espera pacientemente en pie. Los vecinos del otro lado del pasillo sueltan unas risas y dicen que han avisado a la azafata y que les ha dicho que vendrá alguien a recoger el bulto. Pero el tren avanza, ya lejos de la estación, y nosotros seguimos esperando sin que el necesario revisor venga a revisar nada.

Me aventuro por los vagones por si encuentro dos plazas libres donde instalarnos solos, y encuentro otro conjunto de cuatro donde solamente va sentada una pasajera con aspecto tranquilo. Al menos aquí seremos sólo tres viajeros y no hay ningún objeto perturbador bajo los asientos. Regreso a nuestro vagón inicial para avisar a G y darle la buena noticia, pero al acercarme, los viajeros del otro lado del pasillo exclaman: “¡Ya se lo han llevado!”. Era un hombre con aspecto de oficinista, trajeado, anodino, poca cosa. Se había cambiado de sitio, confesó, y se había olvidado el maletín.

Yo nunca me olvidaría el bolso en un vagón si me trasladase a otro. Y no tardaría como media hora en darme cuenta. ¿Para qué viaja con una cartera que en realidad no le importa? Me pregunto qué contendrá esa cartera marrón de piel, con cierre y hebillas, y qué contendrá el cerebro de ese hombre anodino que viaja con traje y corbata.

Me pregunto si será representante de baratijas y lleva el muestrario en la cartera. O tal vez un abogado con los expedientes de casos criminales, lo cual demuestra que es incapaz de custodiar la información de sus clientes. O todavía más arriesgado, un vendedor de joyería que abandona su valioso material porque se le ha ido la cabeza pendiente de la película mala que emiten en la tele, mientras consulta en su móvil la cotización del oro en bolsa.

Existen tantas posibilidades… ¿un novelista que viaja con su manuscrito? ¿un pedófilo que guarda fotos prohibidas? ¿un traficante de drogas camuflado tras la imagen de un mediocre hombre bajito?

Todo esto me pasa por la cabeza mientras saboreo un delicioso bocadillo de jamón en la cafetería, ante una burbujeante cerveza, mientras contemplo por la ventanilla la interminable llanura salpicada de fugaces olivos, viñas, encinas… Y al dar un bocado al crujiente pan, me viene a la cabeza otra posibilidad. Tal vez la elegante cartera sólo contiene eso, un bocadillo preparado por una esposa hacendosa, envuelto en papel de aluminio y bla, bla, bla… 

Dejo de dar vueltas al asunto y me centro en la visión de las suaves colinas que aparecen y, de pronto, se esfuman bajo un cielo manchado de nubes blancas.


(20-4-2018)

(de: Cuaderno de viajes - Inédito)

(fotografía: Susana Benet)


6 comentarios:

  1. El del maletín era un despistado agente de ZdeP y lo llevaba lleno de poemas (es broma). Gracias por evitar su extravío.

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  3. Hola Susana: En mi opinión, lo mejor que hiciste fue olvidar el incidente y centrarte en tu bocadillo mientras disfrutabas del hermoso paisaje castellano.
    El mundo está lleno de despistad@s. Te lo digo yo, que pertenezco a esa tribu.

    Un abrazo

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  4. Gracias por leer y comentar. Me gusta escribir en el tren y tomar fotos a toda velocidad!besos,

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  5. El tren conserva una traza antigua de aventura, aunque vuele como un ave. Hermoso relato.

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  6. Me encanta el tren... Bienvenido, José Ángel!

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