VIAJE AL
NORTE
Viajando
hacia el norte, el sol inunda la ventanilla del tren. De pronto, un túnel. Al
salir de la oscuridad, el sol destella en los verdes arbustos, en las paredes
que se elevan a cada lado de la vía. Entramos en la estación de Segovia. Gente
sentada en los bancos del andén, viajeros que arrastran sus maletas con prisa.
Sobre las rocas, la sombra de un pájaro que desciende y desaparece. Al reanudar
la marcha, el verdor de la tierra cubierta por islotes de flores amarillas. Nos
internamos en otro túnel, apenas un minuto y, de nuevo, suaves colinas que se
repiten hacia el horizonte, cruzadas por sendas de tierra casi blanca. Sobre el
cielo azul y despejado, una nubecita solitaria, como una ligera pincelada
horizontal.
Los
bosquecillos de pino irrumpen de repente y pasan deprisa.
Saco
mis gafas de sol para hojear un periódico. Por los auriculares escucho una
preciosa aria de “La traviata” en la que el tenor recita “Io vivo quasi in ciel”
y se me llenan los ojos de lágrimas. Hay músicas que nos invaden como corrientes
internas., arrastrando viejas emociones como pétalos perfumados que anegan los
sentidos.
Conforme
nos vamos aproximando al norte, mis pulmones se ensanchan, respiro mejor, como
si me librase de un peso. Aquí el aire es diáfano, la luz parece más nítida, el
frescor de la tierra hace crecer la hierba verde y tupida. Curiosamente, la
pierna dejó de dolerme desde que llegamos a Madrid. Tampoco siento ninguna
presión en el ojo derecho, como la sentí en Valencia antes del viaje.
Esta
mañana hemos paseado por Recoletos, rodeados por altos árboles de distintas
especies: prunos, cedros, castaños, álamos, incluso olivos que mostraban sus
diminutas flores pálidas. Madrid es una ciudad llena de jardines en cada
rincón, junto a los museos, en las isletas y rotondas del asfalto. Al mirar a
lo lejos se puede contemplar una vasta extensión de copas de distintos verdes,
rebosantes de hojas, creciendo libremente, sin que nadie venga a esculpirlas con
las tijeras de podar, convirtiéndolas en cursis figuras ornamentales.
Cruzamos
un río pequeño, en cuyas aguas se reflejan las copas oscuras de los árboles que
crecen en la orilla. Y, de pronto, en la llanura, una roja extensión de
amapolas que parecen seguir nuestro camino.
A
lo lejos se elevan las colinas, hasta convertirse en ondulantes montañas sobre
las que se agolpan las nubes bajas.
Cerca
discurre una carretera por la que avanza un coche solitario y, de pronto, el
color malva de unos campos en flor (tal vez, espliego).
Las
nubes van cubriendo el cielo, densas y oscuras. Apenas asoma el azul entre las
masas grises. También el verde de los prados se oscurece. El sol que ocultan
las nubes, ilumina a lo lejos una ladera.
Sólo
un arbusto blanco, cuajado de flores interrumpe la monotonía del gris que
desciende hacia la tierra. Abre sus ramas como los rayos de una estrella,
pequeño y solitario entre las sombras del atardecer.
Las
montañas están cada vez más cerca, como enormes figuras que invitan al reposo.
Súbitamente
aparece un cerro con sus paredes verticales, como si lo hubieran cortado con un
hacha. Forma parte de una larga cadena de cerros que descienden por debajo del
nivel de las vías, hacia un estrecho valle donde la tierra es roja y se distinguen pequeños tejados cobrizos entre los árboles.
Y,
de nuevo, la llanura, bajo la oscura muralla de las nubes.
Cada
vez está más presente el norte: rosales en pequeños huertos, cenefas de flores
claras bajo el color plomizo del cielo.
Anocheciendo,
sólo
refleja el charco
las
flores blancas.
Qué
bien reposan
mis
ojos en la niebla.
Bosques
umbríos.
Llegando
a Donostia, la niebla se espesa sobre los montes, al fondo de los valles, en
los tupidos bosques que atravesamos. Todavía no llueve. Al pasar junto a un
grupo de casas, una columna de humo se eleva densa entre la bruma que cubre los
tejados.
Es
difícil escribir en el tren, pero el paisaje me invita a hacerlo y a
contemplarlo continuamente. Esta oscuridad me reconforta, alivia mis ojos que
tanto padecen con el sol.
Comienza
a llover y las gotas se deslizan oblicuamente por el cristal de mi ventana. El
tren pasa junto a un parque de atracciones en una pequeña población. Las luces
estridentes de la feria brillan con fuerza en medio de la oscuridad que se va
cerniendo sobre el aire.
Brillan
las luces
del
parque de atracciones.
Pueblo
en la niebla.
(2015)
Hasta en tu prosa hay poesia. Muy bellos los haikus que salpican el relato del viaje
ResponderEliminarGracias por acompañarme en el viaje. Besos
ResponderEliminarHola Susana.
ResponderEliminarCon tu relato haces que viajemos contigo. Me encanta la combinación prosa-haiku.
Un abrazo
Gracias, Cris. Besos
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