MUERTE DE UN
PÁJARO
Creí
que los pájaros no se morían nunca, como lo hacen los perros, los gatos, las
personas. Ellos están siempre ahí, moviéndose en sus jaulas, ágiles y entretenidos
picoteando hojas. Los veo cruzar el cielo,
posarse en cualquier rama o dar saltitos por el suelo. Es difícil no
verlos si me asomo a las ventanas y aunque sé que no son siempre los mismos,
parecen renovarse como las hojas de un árbol. Si alguna vez he visto alguno
inmóvil sobre el suelo, he apartado la mirada, sin querer comprobar si estaba
muerto. He pasado deprisa por su lado.
Estos
días se ha producido un caos en la casa. Uno de mis periquitos está enfermo,
apenas come y oculta su cabeza entre las plumas. Permanece inmóvil, igual que
una persona que soporta en silencio su dolor. Lo contemplo aterrada. No es la
imagen de siempre. Su compañero lo observa como yo y, con sumo cuidado, picotea
suavemente su cabeza y le lanza un breve parloteo. En otros momentos se impacienta y eleva la voz como queriendo
espabilar, con gritos estridentes, al enfermo. A veces consigue que el otro reaccione unos
segundos antes de volver a ensimismarse.
Ayer
fui al veterinario. No saben si se trata de algo grave, si habrá recuperación.
Tuve que dejar al periquito en una pequeña incubadora transparente.
Hoy
sé que ya no vive. No superó su mal. Me lo entregaron en una pequeña caja de
cartón, envuelto en un pañuelo de papel. Me cuesta enfrentarme a la muerte de
un pájaro. Si en vida nos parecen lejanos, tan leves y enigmáticos, como seres
de otra dimensión, cuando están muertos todavía resultan más extraños.
No
me atrevía a descubrir su cuerpo, tardé unos segundos en decidirme. Cuando
aparté el papel, observé que el color de sus plumas seguía intacto, con el
mismo brillo que tuvo en vida. Miré sus patas rígidas y percibí el blando
contacto de su cabeza contra mi mano. Su
muerte, aunque cierta, me pareció irreal. Lo enterré al pie de la buganvilla
donde están despuntando flores nuevas. Me costó aceptar su muerte. Nunca pensé
que aquel cuerpo tan ligero pudiese cargar con tan gran peso.
(5-11-19)
(fotografía: Susana Benet)
Lo siento mucho, Susana.
ResponderEliminarCuando muere algún animalito de nuestra casa es como si se fuera alguien de la familia. Porque en realidad son parte de nuestra familia . DEP
Un abrazo
Gracias, Cris. Realmente era de la familia, silbaba cada vez que me oía llegar. Estos pequeños seres son capaces de establecer unos vínculos muy intensos. Por eso cuesta olvidarlos. Besos
ResponderEliminarCoincido con Cris.
ResponderEliminarLamento este lamentable episodio. Un ser vivo (hasta recién) que nos abandona. Duele.
Y tú lo relatas de un modo tan cercano y conmovedor...
Un abrazo, amiga.
Este verano murió uno mío y viví algo similar a lo que cuentas, Susana. Se les quiere y es triste ver cómo por muchos cuidados que les demos también se van. El texto me encanta.
ResponderEliminarBesos!
Gracias a vosotros, amigos de los pájaros, que compartís mis sentimientos. Besos,
ResponderEliminarLa muerte de un animal con el que se ha convivido siempre deja huella. Queda su recuerdo, que no es poco. Un abrazo Susana.
ResponderEliminarGracias, se que tú también aprecias sus vidas. Besos
ResponderEliminarSusana, lo siento, tu escrito lo encuentro por ese azar que me lleva hace un momento a buscar en tu blog, estando en similar trance con mi perro, (se va recuperando, ¡qué bien!).
ResponderEliminarCoincido contigo en que son miembros de derecho en la familia, y se les quiere tanto...no suelo hacerlo, pero me he tenido que "explayar" en facebook por compartir la pena que me suponía el hecho de que no superara este momento https://www.facebook.com/photo.php?fbid=3458940857464448&set=a.627473230611239&type=3&theater.
Un abrazo, gracias.