VIAJE A CUENCA – III
En la Posada Los Tintes nos
reciben muy amablemente. El salón restaurante es acogedor, decorado con cerámicas, pinturas y
el techo de vigas de madera. Sigue tal como era hace diez años, cuando vinimos
en primavera.
El dueño no estaba en esos
momentos y nos atendió una empleada del restaurante, con su cofia blanca, que nos
acompañó hasta nuestra habitación pequeña y limpia, con balcón sobre la calle
por donde fluye el río Huécar.
Cuenca es mágica también
bajo la lluvia y no nos da pereza ascender por las calles empinadas hasta la
Plaza Mayor. Durante el trayecto nos detenemos a hacer fotos de rincones
solitarios y encantadores. En la parte alta, tomo una fotografía de la
catedral, de estilo gótico francés. A aquellas horas del atardecer, bajo un
cielo encapotado, el edificio resulta impresionante, más que a plena luz del
día. Además, no se ve un alma alrededor.
La lluvia persiste fina y
silenciosa, y optamos por entrar en el único bar abierto. Yo recordaba otro
(tal vez en el mismo local) llamado Bar Plaza Mayor, decorado al estilo
castellano, con sus sillas de anea y mobiliario de madera. Este local lo han
modernizado y se impone el diseño sobre la comodidad. Banquetas de asiento
cuadrado, forradas de material sintético, elevadas sobre el suelo, al igual que
las pequeñas mesas también cuadradas. De modo que para tomar algo hay que
encaramarse sobre esas banquetas de superficie resbaladiza, muy incómodas para
personas de baja estatura como yo. Veo que algunos consumen en plan grulla,
apoyando un pie en el suelo y otro en un travesaño del taburete. ¡Adiós
confort!
El camarero, con gesto
huraño, nos sirve unos vinos sin incluir ninguna tapa. Le pedimos cacahuetes y
nos sirve un platito con frutos secos, muy salados. Después se aleja al otro extremo
donde se le oye manejar cubiertos. Imagino que los seca y ordena.
Entran algunos jóvenes con
olor a tabaco. Hablan en voz alta.
Siento nostalgia de aquel
tiempo en que los bares de la plaza
respiraban alegría y profesionalidad. Cuando las tapas inundaban los
mostradores con aromas apetitosos y servían menús con generosas raciones de
huevos con jamón.
En cambio, este bar de ahora
resulta mezquino con su decoración fea y deteriorada. Por no hablar del hombre
de la barra, con su cara de pocos amigos ante un mostrador desierto. ¿Qué le
pasa a esta ciudad? Ni bullicio, ni jolgorio, ni alegría. La gente consumiendo
alcohol y fumando a la puerta del local, casi bajo la lluvia. Y la inevitable
sensación de decadencia, de empobrecimiento.
Es cierto que llueve y se acerca la noche, pero
precisamente por ello, uno echa de menos locales confortables donde sentirse
resguardado y bien acogido. Tal vez, una sonrisa.
Llueve en el río.
Un gato se refugia
bajo unas matas.
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