VIAJE A CUENCA-I
Ayer llovió, pero hoy el día
es claro y radiante. Hemos dejado a Sam, nuestro perro, en casa con mi hijo, y
todo se ha ajustado al horario previsto. El taxi nos ha traído a la estación
sin demora y en la cafetería hemos tenido tiempo de tomar unos deliciosos
bocadillos de jamón con el café. La única nota discordante era un hombre, o más
bien, su voz, que sonaba por encima de cualquier otro sonido, incluso el de la
máquina de café del mostrador.
Qué sensación tan extraña
viajar después de tres años sin hacerlo, por la maldita pandemia.
Ayer llamé a la Posada Los
Tintes y me dijeron que en Cuenca estaba lloviendo, aunque el hombre, muy
amable, puntualizó: “Pero aquí no llueve como en la costa”. Menos mal. Imagino
una lluvia parecida a la de Edimburgo, de esas que apenas te mojan los zapatos.
También lloverá mañana,
posiblemente, si se cumplen las predicciones.
Llueva o no llueva, los
colores del otoño en Cuenca seguirán siendo los mismos: amarillos, dorados, rojos,
salpicados de verde y gris.
Vuelvo a mirar por la
ventanilla del tren, como en tantos otros trayectos del pasado. Se suceden los
huertos que rodean la ciudad, algún túnel inesperado, y al salir, de nuevo
huertos y palmeras.
Tal vez este viaje me ayude
a superar la apatía, incluso melancolía, por estos años inciertos en que todo
suponía una amenaza. En que nos hemos vigilado unos a otros: vacunados y no
vacunados. Afortunadamente, el miedo no ha aniquilado mi voluntad ni mi sentido
común y he atravesado ese tiempo inhóspito
con confianza en mi instinto y en mis propias defensas.
El cielo empieza a
encapotarse. Unas nubes grises rozan la cima de una montaña. Cerca hay pinos de
un verde intenso. También filas de olivos jóvenes. Llegamos a Requena.
La gente no tiene cuidado al
hablar por el móvil y todos nos enteramos de lo que dicen, aunque existe la
norma de utilizar las plataformas del vagón para esas charlas. Por un lado las personas respetan el uso de
las mascarillas, pero no respetan la norma de “no molestar” a los demás
hablando en voz alta. La verdad es que es un fastidio, me distrae del paisaje y
de mis pensamientos. Menos mal que nuestro viaje sólo dura una hora.
Sólo una mancha,
el arbusto creciendo
junto a las vías.
(fotografía: Susana Benet)
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