VIAJE A CUENCA - IV
Algo reconfortados por el
vino, emprendemos el regreso por calles descendentes y escaleras, buscando en
la parte baja algún local más ameno. Llegamos a la zona de la Diputación donde
recordaba un bar llamado “La Ponderosa”, famoso por sus tapas, con su fachada
blanca con la única decoración de una rueda de carro negra. En esos momentos
está cerrado y nos dirigimos a otros bares contiguos que están abiertos. Nos
decidimos por uno de aspecto acogedor, El Rincón de Teófilo. Sigue lloviendo y
este bar tiene una temperatura agradable, con mobiliario normal, donde no hay
que encaramarse para consumir.
Sólo hay dos mesas ocupadas
por clientes solitarios. La camarera, joven y sonriente, nos sirve dos vinos
que acompaña con un montadito de chistorra. Antes coloca un mantel de papel
sobre la mesa y un cestito con rebanadas de pan. Pedimos un par de raciones de
la carta.
Al poco rato entra un
matrimonio que se instala en la barra. Más tarde llegan dos hombres jóvenes con un niño
pequeño, de tres o cuatro años. El niño tose, pero al rato oigo toser también
al que parece su padre. Están detrás de mí. El padre tose sin cubrirse la boca.
Y empiezo a sentirme incómoda.
De pronto, las tostas de
ventresca que hemos pedido ya no me parecen apetitosas y lo que más deseo es
salir del bar donde padre e hijo tosen a menudo. Con una tarde lluviosa y fría
pienso que el niño debería estar calentito en casa. Creo que un bar no es el
mejor sitio para él. Pero lo que yo crea no cuenta. Cada cual vive como quiere
y yo no soy nadie. Por eso, lo mejor es despejar el terreno y olvidarme del
niño y de su tos.
Tenemos la ropa húmeda, el
chubasquero de Gabi no se ha secado. Decidimos volver a la posada y darnos una
ducha caliente. Vemos la tele un rato y nos dormimos enseguida. Es muy
agradable reposar entre las sábanas tibias, protegidos de la lluvia y el frío.
Nos apetece aprovechar la
mañana siguiente al máximo. Y ojalá deje de llover.
Antes de dormir, leo unos
mensajes que me envía mi hijo acompañados por unas fotos de nuestro perro, Sam,
que me parece más triste de lo habitual. Seguramente nos extraña, aunque esté en buenas manos, pero es la primera vez que nos separamos de él. Era un perro abandonado y aunque ya vive tres años con nosotros, creo que el temor al abandono no ha desaparecido por completo.
A mí empieza a dolerme el
ojo derecho, tal vez por el frío y la humedad. A veces lagrimea. Por eso me
viene bien cerrarlo y descansar.
Llega el murmullo
del río hasta mi almohada.
Pequeño hostal.
(fotografía: Susana Benet)
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