VIAJE A CUENCA - VI
Al llegar al parque de San
Julián descubrimos un pequeño bar en un rincón y decidimos tomar un vino antes
de la comida.
La encargada del bar era una
mujer joven, de aspecto agradable, con una larga melena oscura y el cuerpo
menudo y esbelto. Nos sirvió dos vinos y siguió charlando con un cliente joven
al otro lado de la barra. Por su conversación tuve una idea más clara de
lo que ya había intuido el día anterior. Ella se quejaba de lo mal que iba el
negocio y afirmaba que, de seguir así, tendría que cerrar el bar. Que tenía un
hijo que mantener y el sueldo no le llegaba
a fin de mes. Que hace años era distinto. Que cogía el coche y viajaba hasta
Valencia para ir ala playa, pero que ahora eso era impensable.
Bebíamos nuestro vino y
tomábamos una tapa que nos había obsequiado, y la escuchábamos con
cierta inquietud, como nos habían inquietado los comercios cerrados, las
persianas echadas, los carteles de “Se vende” y la falta de alegría en los
locales, siempre semivacíos.
Evoqué nuestro viaje a Zamora de pocos años atrás y el gran contraste que había percibido entre el ambiente animado y bullicioso de la primera vez que pisé la ciudad y el actual. Al cabo de un par de decenios, la ciudad parecía medio deshabitada. Casi nadie por las calles, algunos bares cerrados, y el comentario de la dueña de una tienda de jabones artesanales, quejándose de lo mal que iba el negocio, a pesar de estar situado muy cerca del mercado principal.
El problema, por lo tanto, venía de muy atrás y afectaba sobre todo
a las pequeñas ciudades del interior. Por otra parte, para el visitante, era
más ameno y cómodo recorrer sus calles
sin tropezarse con bandadas de turistas.
Día tras día
pasa el río y arrastra
recuerdos, vida.
(fotografía: Susana Benet)
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